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Tres reglas para un nuevo año

Un científico social francés se preguntaba a principios de siglo si la política respondía a algún tipo de reglas conocibles y transmisibles a los demás. Dudoso en la respuesta, meditó si no sería oportuna también para este caso la famosa sentencia pronunciada por Hamlet acerca de lo que es la vida: "Un cuento, narrado por un idiota, lleno de ruido y furia y que no tiene absolutamente ningún sentido". Pero a esta cita erudita le encontró una contrapartida, no menos pedante. Si Goethe había escrito que "incluso el infierno tiene sus leyes", al menos algo parecido le debía suceder a la política, que suele hacermos pasar por el purgatorio.La verdad es que cada una de estas sentencias tiene al menos una parte de la razón. Es frecuente considerar que en política todo obedece a actitudes y expectativas racionales cuando el cansancio, el malhumor y la estupidez en estado puro suelen ser componentes de indudable peso. Pero no es menos cierto que de la constatación de la realidad los analistas -más que los mismos protagonistas- pueden extraer reglas de comportamiento para un previsible futuro.

A la hora de intentarlo, el primer paso consiste en hacer balance de los antecedentes. El panorama con el que ha concluido 1997 permite constatar que ha quedado descartada la posibilidad, positiva pero de difícil logro tras las elecciones de 1996 de una inteligéncia a fondo y de principos entre la derecha española y el catalanismo. Curiosamente, es este último quien tiene más difícil salida porque probablemente la opción del apoyo parlamentario externo está ya agotada y resulta insatisfactoria para todos, pero la opinión pública ansía estabilidad. Esta, además, tiene todas las posibilidades de ser la opción más razonable y no sólo por motivos económicos. El PSOE necesita curar sus heridas y definirse como alternativa y el PP todavía puede aprender, en el choque con la realidad, que merece la pena situarse más al centro de donde lo ha hecho hasta el momento. Pero no es menos cierto que, como dice Almunia, el horizonte inmediato anuncia más inestabilidad. Bueno será que anunciemos, pues, tres reglas para uso de nuestros gobernantes que nacen de la experiencia empírica y de la previsión racional de cara al futuro.

La primera fue enunciada en el pasado remoto por el ex presidente del Senado Antonio Fontán en un conjunto de máximas, la mayor parte de las cuales han sido olvidadas. Su contenido es muy simple: "En política, todo demente debe ser localizado".

Amplíese la máxima a los insolventes, los desmesurados y los desnortados y recuérdese que no se trata de fusilarlos sino de tenerlos a buen recaudo, silenciarlos o someter a severo control sus excesos verbales. Si se procura dar ese destino al señor Rodríguez y al señor Álvarez Cascos, en general, y al señor Vidal-Quadras en materias que se refieran a Cataluña, todo irá un poco mejor para el Gobierno.

La segunda regla también es muy sencilla y podría resumirse así: "Hay unas opiniones y otras opiniones, pero también hay opiniones que se quitan leyendo". En el mundo contemporáneo existe la pretensión de que el juicio propio, por el solo hecho de serlo, ya es poco menos que indiscutible. Sucede, sin embargo, que las opiniones de personas especializadas resuelven problemas que los indoctos suelen complicar y esta tendencia habitual se suele multiplicar por la megalomanía de los políticos. Así como no han sido los funcionarios de Hacienda los que hicieron la denuncia de los 200.000 millones de supuesto fraude, una decena de historiadores podrían hacer un diagnóstico equilibrado de cómo se enseña su disciplina en la ESO.

La tercera regla debiera situarse por orden de importancia en primer lugar y también es susceptible de un enunciado escueto: "El Poder -con mayúsculas- no existe; el poder, siempre con minúsculas, es lo que se puede y esto es habitualmente poco" (y menos aún sin mayoría parlamentaria). De la poblada caterva de prepotentes pelmazos que circulan por la política, los más peligrosos son aquellos que quieren cambiar la vida, engendrar un hombre nuevo o producir un cambio histórico. Tan sonoros propósitos concluyen, en corto espacio de tiempo, en utilizar el Gobierno para golpear con él al adversario, supuesto o real, en el occipucio y construirse alrededor un harén de adictos. Ambas cosas no sólo sobran sino que a medio plazo resultan letales.

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