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Tribuna:EL DEBATE AUTONÓMICO
Tribuna
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La reforma constitucional del Senado

La necesidad de reformar el Senado para que, de acuerdo a su definición constitucional como Cámara de representación territorial, se adaptase a la nueva realidad del Estado de las autonomías cobra carta de naturaleza parlamentaria hace ya diez años. En efecto, en 1987, tras un debate sobre comunidades autónomas en el que participaron el presidente del Gobierno, Felipe González, y el ministro de Administraciones Públicas, Joaquín Almunia, la Cámara Alta, a propuesta del Grupo de CiU, aprobó por unanimidad reformar su reglamento para aproximarse en sus funciones a lo que de ella predica el artículo 69 de la Constitución.La fecha no es una casualidad: acababan de celebrarse las segundas elecciones en las comunidades constituidas al amparo del artículo 148, y la generalización, potencia y dinamismo de la nueva planta territorial del Estado mostraban dos aspectos de una misma realidad política. Por un lado, la inadaptación del Senado para servir de cauce a la vocación de los nuevos poderes autonómicos de participar en la voluntad estatal en asuntos de incumbencia parlamentaria, tal que las mayorías gubernamentales, la enmienda de las leyes o el control de los actos del Gobierno. Por otro, el proceso de descentralización aparecía ya caracterizado por el hecho de estar permanentemente abierto a la voluntad política.

La idea de reformar el reglamento del Senado para que los Gobiernos autonómicos pudiesen dialogar multilateralmente en el Senado con el Gobierno de la nación y los grupos parlamentarios se abrió paso y, a la vez, se evidenciaba la necesidad de suscribir nuevos acuerdos entre los partidos políticos para desarrollar racionalmente la nueva fase de descentralización política.

Y así, dentro del impulso que suponen los acuerdos autonómicos de 1992, el Senado reforma su reglamento el 11 de enero de 1994, creándose la Comisión General de Comunidades Autónomas. En septiembre de ese mismo año ya con la participación, de los presidentes de las comunidades, se celebra el primer debate sobre el Estado de las autonomías.

En la Cámara Alta se expresala complejidad de nuestra estructura territorial, y también, incluido el uso de todos sus idiomas, la que es consecuencia de un renacimiento de una nueva, plural y democrática cultura en España. En la confianza de que el ejercicio de las virtudes del diálogo, la tolerancia y el acuerdo producen, el debate culminaría con una propuesta para iniciar el estudio de la reforma constitucional del Senado. A lo largo de 1995, una ponencia pone en marcha un proceso de reforma, para el que pide, a los padres de la Constitución, a los presidentes autonómicos y a un grupo de expertos universitarios, asesoramiento. Sin embargo, el imprescindible consenso es cada vez más difícil: desde el momento mismo en que el PP conoce las fechas de celebración de elecciones legislativas generales y en Andalucía, acentúa su intransigencia hacia cualquier propuesta que no descanse en un uniformismo territorial cerrado.

Al llegar el PP al Gobierno, pronto se pusieron de relieve las limitaciones de sus propuestas sobre el Esta do de las autonomías. Dependía, en un extremo, de sus antiguos aliados regionalistas que le exigían cumplir sus compro misos, uniformistas, lo que se acabó traduciendo en que la distinción constitucional entre nacionalidades y regiones ha sido injustificadamente confundida; y de otro, de sus nuevos aliados nacionalistas, con lo que a un exceso de bilateralidad en las relaciones del Gobierno con ellos se añadió la opacidad de sus pactos y la ruptura de los consensos estatuyentes en asuntos tan básicos como la financiación autonómica y la sanitaria. Por eso, el Gobierno de Aznar ha retrocedido en relación a todo lo que de avance en diálogo racional supusieron los acuerdos autonómicos de 1992 y el debate del Senado de 1994.

El Senado no podía dejar de sufrir la consecuencias de esta política. Populares y nacionalistas han frenado con su mayo ría el constante progreso que venía, desde hace diez años, experimentando para configurar se como espacio de diálogo plural y permanente entre las instituciones centrales del Estado y los Gobiernos territoriales. A veces, la mayoría achaca su actual crisis a la falta de orientación de que adolece la presidencia, pero el hecho tremendo es que nadie, desde las filas de los grupos que apoyan al Gobieno, ha elevado la más leve queja ante el incumplimiento flagrante de las obligaciones reglamentarias que dimanan de las funciones de la Comisión General de las Comunidades Autónomas. Y así, el Senado ha estado premeditadamente apartado del conocimiento de los acuerdos con los que el Gobierno ha sellado el apoyo de los partidos nacionalistas.

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El colmo: el debate sobre el Estado de las autonomías celebrado en la primavera de 1997 fue tal fiasco que ya nadie se atreve a reclamar el cumplimiento de la obligación de su celebración anual ante el temor de que el Gobierno reitere una actitud que tendría funestas consecuencias para el futuro de la Cámara Alta.

Pero precisamente por lo que está sucediendo, transformar el Senado en Cámara de representación territorial es una necesidad que debería mover a todos por igual a rescatar la idea de restablecer un amplio consenso sobre asuntos autonómicos, uno de cuyos puntos más notables es la reforma constitucional del Senado.

La ponencia que actualmente está realizando su estudio debería recibir del Gobierno y de los partidos políticos el impulso político que necesita, de modo que pueda llegar, al reanudarse el próximo periodo de sesiones, a un documento de principios ampliamente apoyados para, a continuación, constituir una comisión mixta de diputados y senadores que redacte un proyecto articulado que pueda ser aprobado por las Cortes Generales antes de la primavera de 1999, de modo que después de las elecciones autonómicas convocadas para esa fecha la Cámara Alta inicie su etapa de adaptación a una realidad territorial a la que su reforma quiere dar respuesta.

Dentro de un año, cuando celebremos el vigésimo aniversario de la Constitución, si la reforma está en curso con un amplio consenso detrás, se podrá afirmar con plenitud de significados que estaremos en vísperas de realizar la obra política más esperada y útil de este último tramo de siglo.

Juan José Laborda es el portavoz en el Senado del Grupo Parlamentario Socialista.

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