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Año viejo, año nuevo

El cambio de año invita a una parada reflexiva. Es una costumbre que el espectador cultural proyecta a varias distancias. La más inmediata en un simbolismo caprichoso e inocente. ¿Qué músicas, lecturas o imágenes elegir para despedir o abrir el año? ¿Se remite el melómano a los valses vieneses de la familia Strauss o prueba suerte con un trío de Haydn o unas piezas para piano de Satie? ¿Será buena señal para el nuevo año literario comenzar con Montaigne y El Quijote? O, echando la casa por la ventana, ¿no será lo más excitante lanzarse a un viaje a París para ver las pinturas de Georges de La Tour expuestas en el Louvre hasta el 26 de enero? Las opciones de comienzos y finales de año son una declaración de intenciones. Nada tiene de reprochable. Y no es que estas elecciones tengan mayor importancia, pero sí otorgan una dimensión lúdica al fluir de los placeres y los días.El espíritu está predispuesto durante estas fechas a esbozar planes para el año que comienza y echar un vistazo a lo que ha dado de sí el que termina. ¿Qué hemos leído, escuchado, visto o sentido que nos haya marcado durante los últimos 12 meses? Uno puede darse el gusto de otorgar en intensidad clandestina sus propios premios a la novela, el concierto, la exposición o el restaurante que más le ha impresionado y confeccionar así su lista de momentos culturales para el recuerdo. Probablemente no coincidirán sus preferencias con las de los expertos, salvo en contadas ocasiones, lo cual tampoco es una sorpresa y corrobora que la percepción cultural tiene carácter abierto.

También los finales de año son épocas en que uno recuerda a aquéllos cuya muerte ha producido impacto emocional. Los medios de comunicación hacen sus resúmenes del año pero no siempre están en ellos figuras tan incomensurables como las del director de orquesta Georg Solti, casi olvidado por coincidir su fallecimiento con el de Diana de Gales, o la de Francisco Guerrero, uno de los compositores españoles (y europeos) de mayor potencia y originalidad. La última muerte cuando escribo estas líneas, la de Giorgio Strebler, nos ha dejado con el desasosiego de un teatro humano y de dirección de actores irrepetible, en la intensidad de su claroscuro y en la emoción de unos seres que vivían ante los espectadores con toda su desnudez y pasión. Se ha ido con Mozart, del que Strehler pensaba que era "el músico de la felicidad posible", y ha dejado huérfanos a tres cantantes españoles (Ana Rodrigo, Soroya Chaves, Alfonso Echeverría) que asumían los papeles de Fiordiligi, Despina y Don Alfonso en un Cosi fan tutte lleno de ilusión y turbación, con el que estaba previsto inaugurarse la nueva sede del Piccolo de Milán.

El contraste entre lo viejo y lo nuevo es puesto en su sitio por la continuidad del tiempo. La vida sigue, la muerte es un accidente. El cambio de calendario es resuelto con ironía casual en los periódicos. Este ejemplar de EL PAÍS sirve para el 31 de diciembre y el 1 de enero. Algunos simbolismos quedan pulverizados por la duplicidad. Quizá es bueno que así sea. El presente se impone y el imparable año nuevo se anuncia con óperas de Gershwin en Madrid y de Cavalli en Barcelona; con un ramillete de lecturas y relecturas; con las revisiones de Bergman, Hitchcock, Ozu o, Chabrol que la Filmoteca promete; o con el inagotable Museo del Prado, cuyos recorridos se van tal vez a enriquecer dentro de unos días, cuando aparezca un libro de Aurora Benito, Teodora Fernández y Magnolia Pascual, ganador del Premio de innovación educativa Giner de los Ríos, donde se comentan 65 cuadros y se citan otros 42 más en los que la música se mira.

El relevo de año da para esto y mucho más. Inevitablemente las primeras formas culturales vienen de la música y la gastronomía: campanas y uvas, con cava o champaña. La primera rebelión del año puede surgir descubriendo en la medianoche más sonora el placer de algún nuevo, vino -el Gran Vos reserva 93 de Viñas del Vero o el Condado de Aza, por ejemplo-, escuchando el aria Dove sono de Las bodas de Fígaro o leyendo unos aforismos de Canetti o Voltaire, o un pensamiento de Epicuro, para burlarse de la invasión de programas vulgares con que la mayoría de las televisiones tratan de aumentar sus audiencias. 1998: un año cultural por descubrir. Habrá que estar atentos para no perderse ninguna de sus señales mágicas. Nos va en ello la aspiración a esa felicidad posible de que hablaba Strehler refiriéndose a Mozart.

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