Legalidad
A la hora de hacer balance político del año, creo que por encima de todo lo demás (como el espíritu de Ermua o la definitiva retirada de Felipe González) merece destacarse el papel extraordinario que ha tenido la Sala de lo Penal del Supremo restableciendo con sus sentencias, especialmente la de condena a los dirigentes de Herri Batasuna, el imperio de la ley. Por primera vez, las instituciones han podido más que la definición de la realidad impuesta por los nacionalistas. Y esto me parece esencial. Está bien que cada cual vocee a los cuatro vientos sus reivindicaciones políticas, pero siempre que respete la vigente arquitectura institucional. Y hasta ahora eso no resultaba evidente. Con excesiva frecuencia, las autoridades jurisdiccionales se plegaban ante el vendaval de voluntades nacionalistas, obedeciendo su sesgada definición de la realidad como si por el solo hecho de sentirse abertzales tuviesen algún derecho adquirido a coaccionamos con impunidad. Pues bien, ya no más. Esta vez el voluntarismo nacionalista se ha estrellado contra la solidez institucional del Tribunal supremo, que ha restablecido de una vez por todas el principio de legalidad.El principal vicio congénito que arrastra nuestro sistema, dado lo reciente de su democratización, es el débil respeto al Estado de derecho que demuestra la clase política, como si detentase un tácito privilegio de impunidad. Y el problema reside no tanto en la vulneración de la ley, que a veces puede ser explicable, como en la falta de respeto a su imperio necesario. Acabamos de verlo con ocasión dejas recientes sentencias del Supremo en los casos de Filesa y HB Por incomparable que resulte la naturaleza de los hechos juzgados, la respuesta de los sectores afines a los sentenciados ha sido parecida: protestas de inocencia y acusaciones al tribunal de politizar el caso. De lo que no se dan cuenta quienes así protestan es que su reacción implica un desprecio de la legalidad. La ley se caracteriza por ser de obligado cumplimiento siempre, sin que haya lugar para la objeción de conciencia. Y acatar sus veredictos cuando hay sentencia firme es el umbral mínimo de la cultura cívica o grado cero del sistema democrático: el fundamento mismo sobre el que se edifica toda su arquitectura institucional.
El desprecio al principio de legalidad constituye la peor asignatura pendiente de nuestra cultura política, sin cuya superación la democracia no podrá consolidarse nunca. Y este déficit es el que explica no sólo las airadas respuestas a las sentencias del Supremo, sino algunos de los peores vicios que caracterizan a nuestro sistema. No hace falta recordar aquí las dudosas hazañas del pasado período socialista, sin que los distintos Gobiernos del señor González cedieran por enterados haciéndose responsables. Por eso se tenía derecho a esperar que, cuando se produjera la alternancia, las cosas cambiarían, a juzgar por las airadas protestas legalistas del Partido Popular en la oposición. Pero, por desgracia, no ha sido así. Desde su llegada al poder, los onservadores se han permitido en demasiadas ocasiones abusar de él, distorsionando el principio de legalidad. A veces directamente, con medidas legislativas arbitrariamente dirigidas contra intereses legítimos de la sociedad civil. Y otras indirectamente, a través de sectores privados (o privatizados) que parecen dispuestos a hacerles el trabajo más sucio a cambio de no se sabe qué favores gubernamentales. Todo eso, además, bajo un clima de deterioro judicial (patente en ciertas áreas de la Fiscalía y la Audiencia Nacional) donde campan por sus respetos las oscuras maniobras conspiratorias que se atribuyen a la trastienda clandestina del caso Banesto. De modo que el panorama resulta desolador. Mientras el desprecio a la legalidad sea la regla, como hasta ahora, seguiremos condenados al subdesarrollo cívico. Afortunadamente, las recientes sentencias del Supremo han abierto un cierto margen de esperanza. Y si los casos de los GAL y Banesto se resuelven con idéntica firmeza, puede que el principio de legalidad comience por fin a arraigar en nuestro sistema. Que así sea.
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