Navidades
Definitivamente, las navidades han cambiado la familiaridad por la sexualidad. No han perdido su perfume religioso, pero eso todavía contribuye más a la carnalidad. Emplazadas al cabo del año, como al socaire de un final de jornada, el fin actúa como un doble relente de muerte y de vitalidad. En ese perfil brillan los vestidos de lamé, las lentejuelas, las copas de champaña, las chapas de los accidentes de tráfico. No hay madrugadas más peligrosas que las navideñas, contra la idea de que el resguardo hogareño preserva de la calamidad.La clase media ha dejado de ser un bastión de la familia al sosegante tufo de la calefacción. En el interior de sus ámbitos domésticos se ha desencadenado un parque temático de separaciones, divorcios, violencias y conflictos que traspasan el armisticio de la Navidad. Lo que antes eran unas fiestas de encerramiento han pasado a convertirse en territorios de escapadas, excursiones y triunfo de la paganidad. Un telón de fondo con villancicos, misas solemnes, belenes vivientes y bombillas municipales tratan de forrar el espacio de una pasividad ancestral, pero ahora los ancestros despiertan no como antepasados provectos, sino como tribus de jóvenes que succionan de la fiesta los jugos más ácidos y no las metáforas del polvorón.
Ninguna revista femenina duda ya de la primacía de las noches de gala sobre la Nochebuena, de la categoría superior del escote y la lencería sobre la vocación maternal. Incluso la gran cena se relaciona menos con dar de comer que con dar que hablar. Más allá del sexo del verano, que es obsceno, abundante y colorado, la Navidad ha adquirido un destino sexy, intenso y clandestino. Un sexo más elegante y dispuesto como artículo de regalo, justo cuando las noches son más hondas y el frío remite, con el mayor ahínco, a los acogedores pliegues de la pasión.
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