De cazadores y de depredadores
Mustias banderolas de papel, pasquines pegados a los árboles, octavillas arrugadas esparcidas por el suelo. No son los desechos de una fiesta dominguera, sino el testimonio de una denuncia popular. Hace unos días, los vecinos de El Pardo llevaron su protesta a los oídos de los visitantes que se acercaron desde la cercana urbe a degustar los clásicos de la cocina local, cocina cinegética, caza mayor y menor abatida en el bosque emblemático y próximo, coto exclusiva de nuestros reyes cazadores y de un cazador implacable que hizo de España su propio coto.La sombra del general aún flota sobre su antiguo refugio de caza, la sordidez militar de su entorno doméstico contrasta con la suntuosidad de los tapices y los frescos de un palacio nacido para dar reposo a reyes depredadores después de una ajetreada cacería. La fama de El Pardo precede a la de Madrid, casi puede decirse que Madrid debe su fama y es objeto de la preferencia real, por la riqueza cinegética de este terreno que ya recorrían en sus excursiones venatorias los reyes cristianos de la Reconquista desde Alfonso XI. El primer palacio lo mandó construir Carlos I sobre una fortaleza de Enrique III, un foso defensivo que hoy cobija árboles, pavos reales y faisanes es el único vestigio de su pasado militar. Luego, los reyes cazadores, que también tuvieron vena de arquitectos, fueron ampliándolo y reformándolo según sus gustos y necesidades. Felipe II, por ejemplo, ordenó que sus tejados fueran recubiertos de negra pizarra a la manera austríaca y Felipe III lo reconstruyó casi por completo después de un voraz incendio. Felipe V ideó los ingeniosos miradores que facilitan la distribución del espacio interior y Carlos III, cazador por antonomasia y afectado por el "mal de piedra" (fiebre constructora epidémica entre nuestros reyes), ordenó a su arquitecto Sabatini su definitiva ampliación y remodelación, intuyendo que iba a pasar más horas en los bosques de El Pardo que en sus despachos de la urbe próxima.
Hoy el palacio pertenece al Patrimonio Nacional, y el Patrimonio Nacional es hoy el blanco de las protestas de los vecinos de El Pardo, que se resisten a ser tratados por el Patrimonio como si ellos fueran también una propiedad más. El núcleo urbano de El Pardo surgió del asentamiento real y se forma con las viviendas y dependencias de sus servidores, funcionarios, criados o guardias al servicio de las reales personas y sus caprichos venatorios. Hoy, El Pardo, que no tiene ayuntamiento propio y está englobado en Fuencarral, sigue dependiendo de los reales propietarios de la residencia, y sus vecinos achacan a Patrimonio Nacional la carencia de viviendas, instalaciones y servicios como un ambulatorio, colegios, o un polideportivo. En los pasquines se denuncia el caciquismo, toda una tradición en la zona, y se urge a Patrimonio a liberar terrenos.
Los ciudadanos airados de El Pardo viven confinados en un oasis que se les ha quedado pequeño y anticuado, condenados a sufrir las contrapartidas de su privilegiada ubicación entre las encinas milenarias del pulmón de Madrid y a dos pasos del centro de la capital. Rodeados de bosque, pero también de vallas y cercados, acotados entre cuarteles, sociedades recreativas o clubes de tiro. A pocos kilómetros agoniza, abandonado a su suerte, el Parque Sindical, orgullo vertical, acuático y deportivo del nacionalsindicalismo, cuya multitudinaria y solidaria macropiscina fue conocida entre los madrileños como "el charco del obrero", emporio de la fiambrera, la tortilla de patata, el naipe y el vino con gaseosa.
El discreto e ilustrado guía que acompaña nuestra visita, elude educadamente pronunciarse sobre el conflicto de sus conciudadanos, doblemente afectado por su situación de nativo de la localidad y trabajador del Patrimonio, aunque recuerda que hace veinte años cuando se casó, tuvo que buscar piso fuera de El Pardo. El guía es también un modelo de objetividad en el desempeño de su pedagógica actividad, no entra en sus funciones juzgar o adjetivar siquiera a los ilustres moradores que, desde Carlos I al general Franco, ocuparon el real sitio que hoy sirve como residencia de jefes de Estado extranjeros de visita en España.
Aunque los ilustres visitantes disponen de todo el palacio a su albedrío, necesitarían prolongar su estancia más de lo recomendable para llegar a ocupar sus trescientos salones, muchos de ellos inhóspitos, deshabitados e inhabitables. Los jefes de Estado y sus cortejos disponen, sobre todo, de una zona rehabilitada y modernizada, donde un televisor de gran porte o un office discretamente camuflado, con frigorífico y microondas, destacan como inesperados anacronismos.
La guía oficial del Real Sitio, editada por la editorial del Patrimonio, está agotada en castellano, lo que puede ser índice del mayoritario aflujo de visitantes locales frente a los extranjeros. Son algo más de las dos de la tarde de un martes y, tras unos minutos de espera para ver si se puede formar un grupo, Ricardo Cristóbal, el dibujante, y yo somos acompañados por el guía, que enciende las luces a nuestro paso, luces que apaga luego uno de sus compañeros según vamos atravesando las dependencias de los Austrias y de los Borbones, ascendiendo por el tronco genealógico de nuestra historia, entre tapices goyescos y flamencos, frescos alegóricos pintados en los techos con opulentas y simbólicas matronas, recargados estucos, pesadas arañas de luz, consolas, alfombras y ornamentos varios. En los muros y en los techos, Goya, Tiziano, Tiépolo, Ribera, retratos sombríos de sombríos monarcas y bacanales campesinas, escenas de caza y de mesa. El guía no se limita a explicar lo que se ve sino que hace repaso también de lo que falta, dando detalles por ejemplo de los magníficos relojes cedidos para una exposición.
Las habitaciones privadas del "general" no se pueden visitar por estar de reformas, se lamenta el guía, quedan el salón de los Consejos de Ministros y el despacho del dictador, con su pesada mesa apoyada sobre cuatro amenazadoras esfinges y en la pared el sombrío retrato de Isabel de Castilla pintado por Juan de Flandes.
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