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Los muertos de Franco

A veces un espectador de la realidad española encuentra pruebas de una evidente disintonía entre nuestro país y los vecinos. En un momento en que en Francia se juzga a un ex ministro que participó en la deportación de judíos hacia Alemania, con los resultados previsibles, y en que no se han apagado los ecos en Alemania del libro de Goldhagen en que se implica a los simples ciudadanos de este país como corresponsables del Holocausto, en España se puede ver un programa de supuesto debate en la televisión pública en el que se defiende la opinión de que a fin de cuentas Franco tampoco mató tanto y que, en cualquier caso, no hizo nada diferente de lo que se produjo en otras latitudes después de la II Guerra Mundial. Cualquier persona un poco versada en esta materia sabe que no es así. Se podría pensar que la razón de que aparezcan tales opiniones reside en que hay un retorno sentimental al franquismo. No creo que así sea. Se trata, sobre todo, de frivolidad estúpida, pura ignorancia y -lo que es más grave- desaprovechamiento de una posibilidad de autocrítica colectiva. Un historiador alemán, JäckeI, ha escrito que cuando se conoce un pasado de ese género y se olvidan los mitos o las leyendas contradictorios acerca de él se recupera la dignidad colectiva. Saber acerca de ese pasado es profundizar en el mal que pueden hacer los seres humanos, ponerse en condiciones de evitar que se repita y llegar a conocer tanto los sufrimientos de quienes lo padecieron como los méritos de quienes contribuyeron a superarlo.Para comparar lo que supuso la represión en España en 1939 y en Francia en 1945, lo primero que resulta preciso es utilizar cifras homogéneas. Aquellas que nos pueden servir son las relativas a los ejecutados y sancionados después de la victoria. Son los datos que mejor comparación permiten, porque no están sujetos a circunstancias aleatorias como, por ejemplo, las posibles enemistades privadas que originan muertes irregulares en retaguardia.

En Francia, toda una serie de historiadores (Rioux, Lottman, Rouquet) nos proporcionan los datos acerca de la represión contra los colaboracionistas de la ocupación alemana. Al margen de las ejecuciones sumarias pudo haber unas 7.000 condenas a muerte por parte de los tribunales ordinarios, pero sólo fueron ejecutadas exactamente 767; si a ellas sumamos las dictadas por tribunales militares -que no corresponden por completo al concepto elegido como término de comparación-, el número de sentencias ejecutadas se elevaría a unas 1.500. Unas 125.000 personas fueron internadas al final de la guerra en aquellos momentos en que el propio Albert Camus reclamaba que un requisito para la renovación del país era la depuración previa. De ellos, unos 44.000 sufrieron penas de prisión y 13.000 trabajos forzados. La mayoría, sin embargo, padeció penas simbólicas como la llamada "degradación nacional", que no tenía efectos prácticos. Entre 20.000 y 30.000 funcionarios recibieron algún tipo de sanción, pero si esta cifra puede parecer grande disminuye cuando se usan porcentajes: sólo se alcanza el 10% del total entre los carteros alsacianos, a fin de cuentas una región de composición mixta francoalemana. Pero el rasgo más palpable de la represión en Francia fue lo pronto que fue sustituida por el perdón, incluso gracias a la intervención de quien como Camus la había solicitado en un primer momento. En 1948, casi el 70% de los condenados habían sido liberados; en 1953, sólo quedaba el 1%, y en 1960, 15 años después del fin de la guerra, había tan sólo nueve presos en las cárceles. En Francia hubo una auténtica guerra civil entre conciudadanos durante la etapa de la ocupación alemana, pero la represión llevada a cabo por la democracia posterior fue relativamente benevolente.

Estas cifras no admiten comparación con lo sucedido en España. En nuestro país, por desgracia, las fuentes de archivo son más imperfectas que en otras latitudes y, de momento, sólo tenemos cifras parciales. La primera evaluación del número de ejecutados después de la guerra civil la realizó Ramón Salas y computó 25.000, que luego fue ascendiendo hasta unos 30.000. Pero esta cifra debe considerarse como mínima, porque el procedimiento para llegar a ella ha sido sometido a controversia. Los más recientes estudiosos -Solé, por ejemplo- han elevado el total a unas 50.000 ejecuciones. Sin tener en cuenta que la población española era algo más de la mitad de la francesa, resulta correcto decir que, en el más benevolente de los casos, Franco mandó matar a 20 veces más españoles que el número de franceses ejecutados tras la liberación.

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Pero, además, la represión fue realizada sin garantías judiciales mínimas, resultó muy duradera y solapó procedimientos persecutorios, uno tras otro. Todos los juicios fueron militares y en ellos fueron admitidos como prueba, a título de ejemplo, informes policiales en los que sin prueba se atribuía al acusado que vivía de una mujer que prostituía a sus hijas (así le sucedió a Companys). Eran habituales los juicios de 15 personas a la vez en la misma causa o despachar a un número semejante en tan sólo una hora. Al margen de las ejecuciones, las penas de prisión fueron durísimas y prolongadas: en Córdoba, por ejemplo, se ejecutó a 1.600 personas, pero fueron juzgadas 27.000. En la primera posguerra hubo casi 300.000 internados, cifra que sólo se redujo a una décima parte en 1950, 12 años después de la guerra civil, y aun así más que duplicaba el número de presos existente en la República.

A este tipo de represión se sumó además la profesional y la económica. Nada más descriptivo del espíritu de la posguerra que la pregunta hecha a uno de esos presos, de nombre Julián Marías: se le interrogó acerca de qué era, en pasado, como si hubiera perdido cualquier derecho al trabajo por el solo hecho de ser derrotado. Fue así en inumerables casos, empezando por el Ejército mismo. Sólo tenemos datos parciales que se refieren a los niveles más altos de la Administración -lo que hace presumir una significación política conservadora-, pero que bastan para demostrar una radical voluntad depurativa y de ruptura con el pasado: un tercio de los profesores universitarios, el 14% de los jueces, el 22% de los fiscales y el 26% de los diplomáticos recibió algún tipo de sanción. Todo hace pensar que en rangos inferiores la depuración fue más dura: el 78% de los empleados del Canal de Isabel II padecieron algún castigo. Al juicio sin garantías y la pérdida de trabajo se debe sumar, en fin, la represión econó-

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Javier Tusell es historiador.

Los muertos de Franco

Viene de la página anteriormica. Sólo se ha estudiado en una provincia, Lérida, en donde afectó al 1% de la población. Afectó a los políticos reformistas del periodo anterior y suponía, por ejemplo, la confiscación de los bienes de la familia de Maciá por la actuación del presidente de la Generalitat. Muchos de los que la padecieron tuvieron notica de ella desde el exilio (unas 450.000 personas en un principio y 165.000 de forma definitiva abandonaron España como consecuencia de la guerra).

Un historiador italiano -Gabriele Ranzato- ha escrito que el terror político sistemático y por procedimientos modernos fue empleado por vez primera en Europa oriental durante la revolución rusa. A Franco le correspondió el dudoso privilegio de hacer algo parecido por vez primera en la occidental. Esta afirmación se prueba por las cifras citadas y no se esgrime con ningún deseo de hurgar en un triste pasado ni tampoco como consecuencia de una especie de patriotismo de izquierdas, adscripción política a la que el autor de este artículo no pertenece.

Sencillamente, ésta es la verdad, tal como hoy día la conocemos, y está al alcance de todos llegar a ella. Tras esos datos existe un inmenso pozo de sufrimiento humano en gran medida evitable, porque, incluso después de una guerra, se podría haber elegido un camino de mínima reconciliación, cosa que no se hizo. Por respeto a ese sufrimiento, para evitar que nada parecido se repita y por la simple evidencia de que un país debe conocer a fondo su pasado, resulta intolerable que en un programa de la televisión pública, el de Luis Herrero, se hayan vertido esas afirmaciones que, en verdad, nos ofenden a todos.

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