Las cenizas de la Navidad
Abro las páginas de Le Nouvel Observateur y allí aparece la portada de Les Cendres dÁngela, se repasa las listas de éxitos en The New York Times y allí esta Angelaobservan los mesas de las librerías en Roma, Berlín o Madrid y se repite la misma fotografía en sepia de su cubierta. En apenas un año, esta autobiografía de Frank McCourt se ha convertido en la biografía universal de la pobreza. A todos nos interesan los relatos sobre la fastuosidad, pero, más allá, un gen induce a interesarse por lo más ínfimo.
Las cenizas de Ángela (Ed. Maeva) no es sólo una formidable obra literaria; es, además, un éxtasis de la miseria; la referencia a un espacio donde la vida se encuentra en tan próxima contigüedad con la muerte que una y otra se ojean como dos opciones de, parecida probabilidad. Morir allí, en ese pueblo irlandés de Limerick, deja de ser ese acontecimiento que trastorna la existencia, porque, de otra parte, vivir no posee, en el fondo, otro argumento más valioso que resistir. Si la aventura incluye siempre un juego, este libro es también un tratado de aventuras. Un libro contrario a la Navidad convencional, donde la compasión celebra el benévolo ritual de su onomástica, y un libro alternativo a la abstracta visión de la indigencia.
Posiblemente los mil episodios de Las cenizas de Ángela habrían sido impenetrables como una compilación del horror. La gran estratagema de Frank McCourt es haberlos hecho transitables y, finalmente, entrañables mediante el humor. Cuesta aceptar que la desventura, la enfermedad o el hambre pueden convertirse en materia jocosa, pero hay una ecuación en la sensibilidad humana que explica el tránsito y deshace la ocasión de la ignominia. Lo hermoso, el perfume de las fiestas exquisitas, se opone al asco y la fealdad de la chabola. Pero un paso más, como sutilmente hace McCourt, y ese mundo de escasez extrema alcanza la frontera de lo grotesco y, desde ahí, salta al ámbito de la ingenuidad y la comicidad.
El narrador, un niño que primero tiene 3 años y sigue hablando hasta los 18, trata a lo trágico como natural y así la menesterosidad no presenta reclamaciones ni se le ocurre invocar piedad. Simplemente lo menesteroso se erige como una potente autoridad ante la que es imposible volver la cara. Mencio, un filósofo chino que siguió a Confucio, argumentaba contra la idea del supuesto egoísmo radical del alma humana, refiriendo el caso de quien, sin calcular los riesgos, reacciona instintivamente para salvar al niño que puede caer en un pozo. Esa reacción, que no obedece a principios morales, sería precisamente, dice Mencio, el fundamento de la moral. De la misma manera, en Las cenizas, los personajes no solicitan auxilio, ni caridad. Exponen sin esperanzas cómo es su vida y el lector, desarbolado, no puede evitar abalanzarse.
Si este libro no se convierte en un clásico poco le ha de faltar. Lo han comprendido en Estados Unidos, premiándolo con el Pulitzer 1997, ha desbordado las ventas en Europa, está traducido ya al japonés y pronto lo será al chino, entre otros 18 idiomas. Sociedades y culturas diferentes participan en un best-seller ecuménico que, entre efímeras ilusiones, silbando sobre el infortunio, convoca a millones de hombres y mujeres del mundo.
Si la Navidad de artificios y consumos tiene su réplica en la mortalidad de los desamparados, este libro es más que una síntesis catártica para el lector. No culpabiliza, no pide atrición, no induce a la revolución. Deja las cosas tan irremediablemente invariadas que, sin remedio, los lectores se trasforman. Todo ocurre dentro de un barrio irlandés, la acción se fecha hace cincuenta años en circunstancias superadas y fue escrito, en inglés. No hay nadie, sin embargo, que no lo entienda. Más aún: pocos serán quienes, al concluirlo, no planeen visitar Limerick alguna vez.
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