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Tribuna
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No existir

Juan José Millás

Cuando tuve mi primer diccionario, creí que sería capaz de dominar el mundo. Después de todo, me habían dicho que en él venían todas las palabras, incluso las prohibidas: puta, coño, sexo, culo... Pero yo era un niño con intereses culturales, no iba a perder el tiempo en esas cochinadas, así que busqué Madrid para situarme en la realidad, y no la encontré.Sin embargo, el nombre de mi ciudad estaba compuesto de letras y de sílabas, quiero decir que reunía todas las condiciones para ser una palabra. Pues no venía, ya digo. El susto fue de espanto: vivíamos en un lugar inexistente y los adultos no se habían dado cuenta, ocupados como estaban en ganarse la vida (una vida irreal, desde luego: no había más que asomarse a la ventana).

Busqué, entonces, esperanzado, el nombre de mi barrio, Prosperidad, que sí venía, pero decía una cosa completamente absurda: "Desarrollo favorable, buena suerte o éxito". La segunda acepción era más contradictoria, si cabe: "Bienestar o buena situación social o económica". ¿Cómo relacionar esos atributos fantásticos con lo que veíamos a nuestro alrededor? Estamos hablando de las navidades de 1955, más o menos?

Mi calle limitaba al Norte, o lo que fuera aquello señalado por la aguja magnética, con López de Hoyos, una arteria maltrecha, por la que agonizaba un tranvía, el 40, de cuyo trole nos colgábamos para ver si nos llevaba al más allá. Y al Sur, si podía ser llamado de ese modo, con unos descampados llenos de ratas y condones sobre los que luego edificaron Clara del Rey y Corazón de María. También tenía otros límites: la calle de Cartagena, por ejemplo, o la Ciudad Lineal, pero eran más cochambrosos que los ya mencionados. De ningún modo se podía predicar lo que decía el diccionario de aquel mundo deshecho por el que deambulábamos en busca de una grieta que nos condujera, si no a la dicha, a la ataraxia.

Así que me acosté muy inquieto. Fueron las peores navidades de mi vida, porque no veía el modo de conciliar la irrealidad de aquel mundo, denunciada por el diccionario, con la certidumbre del frío o del deseo sexual insatisfecho. Cuando se acabaron las vacaciones y regresamos al colegio, me armé de valor y pregunté al profesor de Religión si había alguna forma de demostrar que existíamos. Al cura le hizo gracia mi intervención porque normalmente la gente le pedía pruebas de la existencia de Dios o del diablo, en quienes yo tenía una fe sin límites. El problema era admitir la mía, la de mis compañeros, mis vecinos o mis padres. Todo, desde la lectura del diccionario, se había vuelto borroso, inconcreto, transparente.

-¿Tú piensas? -me preguntó.

-Claro -dije.

-Entonces no te preocupes más: existes. "Pienso, luego existo". Es lo que decía Descartes, un filósofo muy importante que estudiarás dentro de unos años.

Pero yo no quería esperar unos años, yo necesitaba respuestas inmediatas. Así que esa tarde, cuando llegué a casa, cogí el diccionario y busqué Descartes. Venía en singular, Descarte, y decía así: "En algunos juegos de naipes, rechazo de las cartas que se consideran inútiles". Dios mío, pensé, me han vuelto a engañar. Tampoco existe Descartes. Me acostumbré, pues, a vivir en el mundo como en el interior de un sueño, y me entregué a la zona oscura de la realidad: si no existíamos, todo estaba permitido. Busqué, pues, en el diccionario puta, coño, semen, joder, espermatozoide, culo, maricón, con pésimos resultados, por cierto. Una puta no era más que una mujer pública. Las cosas malas brillaban mucho al mirarlas de lejos, pero cuando te acercabas a ellas perdían misterio, se deshacían delante de los ojos como la visión de un espectro. El mundo era una ilusión óptica. De hecho, el coño tampoco venía, así que nos pasábamos la vida hablando de quimeras, qué desastre.

Las navidades siempre me traen recuerdos de esta época en la que no existíamos y que quizá no fue tan desastrosa. Después conocí a mucha gente con una vida real a la que no le sacaron ningún partido. No sabe uno qué es mejor.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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