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Una concepcion trágica de la nación

La esperanza secreta de los negociadores de Oslo era que los palestinos pudieran mirar con benevolencia, si no celebrar, el 50º aniversario del nacimiento del Estado hebreo. Cada uno era consciente entonces de haber llevado a cabo una revolución en las mentalidades y en las ambiciones. Se abría una nueva era para una cooperación entre dos pueblos jóvenes que debía servir de referencia y de ejemplo a todo Oriente Próximo, y también al mundo: unos hombres proclamaban que había que saber poner fin a un conflicto.Simple, rudo y práctico, el guerrero Isaac Rabin no se hacía apenas ilusiones al elegir la paz. El camino sería muy difícil de recorrer. Según él, era sobre el terreno y en los corazones donde podría tener lugar la reconciliación, y no en la Casa Blanca, gracias a la bendición de un presidente norteamericano y ante los objetivos de las cámaras del planeta. El general-primer ministro tampoco tenía la visión futuro-tecnocrática de Oriente Próximo que hacía soñar a Simón Peres. No pensaba que los ordenadores fueran a vencer a los prejuicios.

Tenía sólo dos ideas, poderosas y simples. En primer lugar, ésta: no se puede hacer todo de golpe, y lo más necesario es, ante todo, no cesar de progresar. Después, esta otra: sólo la confianza puede hacer posible que la marcha en común continúe. Todos los problemas que parecían irresolubles al principio, como el de las colonias o incluso el de Jerusalén, se plantearían de modo diferente cuando la confianza hubiera arraigado. La finalidad implícita de Rabin y la lógica de su iniciativa conducían a la cooperación de derecho entre dos comunidades nacionales, y no a su separación de hecho, que es lo que prevalece hoy día. Pero ¿qué es lo que podía minar, desde el inicio, esta estrategia de la confianza? Sólo una cosa: la inseguridad. Y por consiguiente, los extremistas de las dos orillas que podían provocarla. Frente a este problema decisivo, fue Rabin y nadie más quien inventó esta regla: "Es necesario continuar el proceso de paz como si no hubiese terrorismo. Es necesario combatir el terrorismo como si no hubiese proceso de paz". Aunque no parece gran cosa, sin embargo era, y sigue siendo, toda una política. Y era, y sigue siendo, la única manera de asociar a Yasir Arafat en la lucha contra el terrorismo.

Benjamín Netanyahu ha dado la espalda a este principio, a esta política, a este objetivo. Al hacer depender la continuación del proceso de paz del final del terrorismo; al aparentar no comprender que la lucha de los palestinos contra sus extremistas no podía alimentarse más que de los éxitos políticos que aquéllos conseguían; al interpretar, por último, las manifestaciones de violencia como violaciones de los acuerdos de Oslo -violaciones que le han servido de pretexto para no mantener las promesas territoriales contenidas en estos acuerdos-, el sucesor de Isaac Rabin y de Simón Peres decidía acabar de una vez con la búsqueda de una reconciliación y una cooperación israelo-palestina.

Se trata de algo perverso y demoniaco. Jugar con el sentimiento de seguridad es, sin duda, la maniobra más irresponsable que puede llevar a cabo un líder israelí. Bien es verdad que este 50º aniversario recuerda cosas diferentes. En primer lugar, el hecho, por otro lado destacado por numerosos políticos árabes, de que si los palestinos, o más bien sus tutores en aquel momento, jordanos, sirios y egipcios, hubieran aceptado el plan de partición decidido por la ONU, probablemente se habrían evitado cinco guerras e Israel, sin duda, no ocuparía los territorios que hoy día son suyos. En segundo lugar, que los israelíes han creado en medio siglo, y en cualquier caso para ellos mismos, una democracia, la única de la región, de una imponente estabilidad y en la que el nivel de vida es el más alto de todas las naciones no petroleras. Por último, que antes de la guerra de los seis días, que permitió, en 1967, la ocupación del Jerusalén árabe, la dimensión religiosa era escasa tanto en la identidad israelí como en la solidaridad de las diásporas. También era escasa en los nacionalismos árabes, hoy día reemplazados por el islamismo palestino.

Este aniversario recuerda asimismo que el gran sueño sionista no nació en la mente de un profeta inspirado por la vuelta a la tierra de Canaá, sino en la de un hombre orgulloso que decidió fundar una patria porque se le negaba una. Theodor Herzl no pretendió reinsertarse en un tradición, sino, por el contrario, dar pruebas de una nueva creación sobre una tierra que él creía sin pueblo para un pueblo que se descubría sin tierra. El más grande filósofo judío de este siglo -aplaudido tanto por el islamólogo cristiano Louis Massigno como por el escritor no creyente Albert Camus-, el metafísico Martin Buber, opinaba que el sionismo no conocería su legítima justificación y no cumpliría su verdadera misión hasta que consiguiese hacerse conocer y aceptar por los habitantes de Palestina y por los vecinos de Israel. Sin duda hacía falta que Israel se impusiese para vencer el rechazo árabe. Pero después de haber sobrevivido por la fuerza, debía vivir en paz.

El maestro de Benjamín Netanyahu, VIadímir Jaboteky, pensaba, por su parte, exactamente lo contrario. Creía que Israel estaba eternamente condenado a la hostilidad circundante. Veía en la soledad una confirmación de la elección y, en esta desesperanza exaltada, una fuerza para la acción. Con este punto de vista, el actual primer ministro de Israel puede considerar que en el 50º aniversario del Estado hebreo, él tiene una cita con una cierta mística, si no con la historia. Esta concepción épica (y trágica) de la identidad israelí desgarra hoy a la nación judía y le hace el juego al islamismo en toda la región.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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