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Tribuna:ESTABILIDAD DEMOCRÁTICA
Tribuna
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El círculo mafioso

Josep Ramoneda

Después de 20 años de peripecias, la democracia española tiene todos los síntomas de una enfermedad grave. Desactivada la participación ciudadana desde que el PSOE interpretó sus 10 millones de votos como una autorización para montar un Estado corporativista, la vida pública no ha hecho sino deteriorarse. A principios de los noventa la ciudadanía empezó a tener noticia de las muchas cosas que habían ocurrido lejos del campo de visión definido por el complejo político-mediático. Se empezó a saber del terrorismo de Estado, de las irregularidades en la financiación de los partidos políticos, de las distintas formas de corrupción. Se comprobó que la integración en Europa o los grandes acontecimientos del año 1992, en el que se hizo la apuesta de comprar autoestima aunque en algunos casos fuera a costa del despilfarro, eran la cara moderna y atractiva de un país que escondía realidades mucho más cutres, al tiempo que los devaneos en papel cuché de una nueva generación de banqueros, especuladores y aprovechados alertaban sobre los beneficiarios de unos tiempos eufóricos. Todo ello culminó en el caso Conde, que se convertiría en un factor gravísimo de envilecimiento de la vida política.La reacción de la opinión pública tuvo una traducción política peculiar. Nunca como en la campaña electoral de 1993 se oyeron tantas promesas de regeneración ética, y tantos conjuros para la erradicación del mal. La batalla la volvió a ganar Felipe González, quien adornó sus juramentos con la figura de un juez con fama de justiciero como Baltasar Garzón. Ante la perplejidad general, el electorado daba a los que navegaban sobre las olas de la sospecha el encargo de reparar los desmanes cometidos; quedaba con ello de manifiesto la escasísima confianza de la ciudadanía en la derecha española, cuya historia está fundamentalmente teñida de negro. Las promesas socialistas se desvanecieron pronto, por más que, en Interior, Margarita Robles luchó con acierto para desarticular el entramado de corrupción y sangre que allí se había tejido en nombre de la lucha contra ETA y con recurso a los fondos reservados. Todos los días la prensa descubría nuevos datos que ampliaban la magnitud del desastre. La presión de la oposición como altavoz político de su particular complejo mediático provocó la asfixia de un Gobierno socialista enrocado en el empeño de negar incluso lo evidente y de no asumir nunca responsabilidades. Por ello pagan ahora un precio que les impide ser una oposición normal.

La legislatura fue breve, y la derecha volvió al poder. Los resultados electorales limitaron sus atribuciones en términos de una muy ajustada minoría relativa, lo que creó en ella cierta ansiedad y una profunda frustración. Se convirtió en prioritaria la conquista del poder económico y mediático para reforzar su debilidad política y, sobre todo, para consolidar sus opciones de futuro. La presunta neutralidad del Ejecutivo se ha puesto al servicio de la creación de un grupo multimedia de carácter privado y ha orientado su política de privatizaciones con criterios de consolidación de espacios de apoyo extraparlamentarios. Mientras tanto, el carrusel de acontecimientos judiciales, eco de los años de gobierno socialista, ha dejado al PSOE, además de derrotado electoralmente, en situación precaria y con escasa autoridad moral para enfrentarse a los modos y maneras de la derecha. El esperpento político-judicial en torno a las plataformas digitales y la ley del fútbol ha sido uno de los momentos de máxima intensidad en el nada edificante espectáculo que ofrece una casta dirigente cada vez más distanciada de una sociedad a la que ya quedan pocas opciones más que el cultivo del cinismo o del escepticismo (que quizá sea lo que de ella espera la clase política).

En este panorama, la venganza mafiosa contra el director de El Mundo no hace más que completar el círculo de un proceso de degeneración de la democracia en el que donde debería haber debate, respeto y transparencia hay chantajes, descrédito de las instituciones e irresponsabilidad política. Entre la realidad de los problemas del país y la lucha por el poder que ocupa a las élites hay un desajuste que empieza a ser ya una amenaza para la propia estabilidad del sistema democrático, en un momento en que el economicismo está aprovechando el cambio de escala impuesto por la globalización para anegar la política, con los consiguientes peligros para el futuro de la sociedad abierta.

¿Tienen los ciudadanos que soportar resignadamente el espectáculo de una transformación de carácter mafioso de la vida pública española? ¿Se puede esperar a corto plazo una cierta dignificación de la política? Hay pocos motivos pata ser optimista. Para que el régimen de la transición deje la fase corporativista en la que anda metido y recupere los hábitos y las maneras democráticas son necesarios algunos cambios que no parecen probables. El Gobierno debería asumir su papel institucional y abandonar su alianza activa con el complejo mediático desde el que monta sus operaciones de acoso y derribo; el partido socialista debería cortar definitivamente las relaciones con su ala policial y resolver él problema de las responsabilidades políticas nunca asumidas; el Consejo General del Poder Judicial debería resolver sus tendencias gremiales y asumir sus obligaciones disciplinarias actuando sobre los jueces que han contribuido a situar la justicia española bajo sospecha; las fuerzas políticas deberían ser capaces de no caer en la tentación de sustituir la confrontación por la infamia; los medios de comunicación deberían atenerse a sus libros de estilo y dejar de confundir su función de ojo crítico del sistema con las estrategias de conquista del poder político; el poder económico debería dejar de buscar posiciones de ventaja en su relación con el poder; y, no por ser lo último es lo menos importante, la justicia debería completar los procedimientos contra Mario Conde y contra los GAL con la mayor celeridad posible, dada la capacidad distorsionadora para la vida pública que tienen estos episodios. La irresponsabilidad y la venganza dificilmente pueden dar lugar a un clima político adecuado.

Se puede argumentar que muchas cosas de las que ahora se acusa al Partido Popular también las hizo el PSOE en su momento. Por eso estamos donde estamos, y cabe preguntarse si lo que ha ocurrido aquí es muy diferente de lo que ha pasado en Europa, en países como Francia, Italia o Bélgica. Una pregunta que sugiere dos consideraciones. La primera, que los regímenes que hicieron crisis en Europa occidental después de la caída del muro de Berlín tenían el deterioro de 50 años de existencia y estaban encorsetados en los parámetros de la guerra fría, mientras que aquí vivimos la primera juventud de un proyecto democrático surgido de la contenida catarsis que puso fin al régimen franquista.

La segunda, que, como ha descrito Dahrendorf en La cuadratura del círculo, la llamada globalización está poniendo en peligro el equilibrio entre oportunidades económicas, sociedad civil y libertad política que había caracterizado a las sociedades modernas occidentales. La quiebra de la cohesión social puede consolidar las tendencias autoritarias y las maneras mafiosas. Sería lamentable que el país que se descolgó de la cumbre del empleo de Luxemburgo fuera pionero en estas materias.

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