España: oficial Y real
Los últimos sondeos del CIS pueden ser susceptibles de múltiples lecturas y así lo han demostrado los portavoces de las diferentes fuerzas políticas. Pero, a mi entender, lo que en ellos resulta más notable es el paulatino alejamiento entre la España real y la España oficial.No seré yo quien repita, por innecesario, que la primera "va bien", pero no cabe duda de la relativa bondad objetiva de nuestra situación económica y social. La economía española crece, se crean puestos de trabajo, nuestras empresas resultan competitivas en el exterior y el consumo interior aumenta, así como el peso empresarial y financiero en zonas de privilegiado interés para España. Encima, frente a todos los augurios, hay paz social, incluso cuando se insiste en la moderación salarial a la vez que se trompetea el notable incremento de los beneficios empresariales, y, en general, la calidad de vida de los españoles aumenta, al menos tal como suele medirse en términos cuantitativos.
Pero ante situación tan buena, los españoles no reaccionan muy positivamente, sino que crecen quienes la consideran menos que regular, y los dirigentes políticos a los que se considera responsables de la situación , por activa o pasiva, son tan escasamente valorados que ninguno alcanza la calificación de aprobado, con el agravante de que los más estimados son aquellos en que menos se confía y a la inversa. Y es esta situación política nada halagüeña la que, por cierto, se considera normal y, además, parece llamada a la estabilidad.
No es difícil extraer la conclusión de que, por una parte, va la sociedad española, y, de otro lado, la clase política, progresivamente reducida a una espora, cuya dinámica poco tiene que ver con la de la ciudadanía. A ello hay que añadir la escasa y declinante valoración de los partidos y de instituciones tan importantes como las asambleas representativas o la Administración de Justicia.
Que España vaya bien, pese a sus dirigentes, a sus fuerzas políticas, a sus Jueces y magistrados, es algo que debiera preocuparnos seriamente. Primero, porque una sociedad compleja y moderna como es la española necesita poderosas instituciones públicas. Sin Estado, el mercado termina siendo rastro. Segundo, porque este alejamiento entre instituciones y ciudadanos, al hacer a las primeras disfuncionales, las anquilosa hasta petrificarlas, alternativa nada buena de la putrefacción. Y el vacío dejado por la defección de los ilustres, que se ha producido en más de una ocasión en la política comparada y en nuestra propia historia, no tarda en llenarse: a la meritocracia sustituye la mediocracia.
Por último, porque a la altura de nuestro tiempo las instituciones, cualquiera que sea su disfuncionalidad, tienen una importante capacidad de perturbar las relaciones sociales. Y la prueba en contrario nos la proporciona el reciente ejemplo de los conflictos políticos, incluso álgidos, como el que ha enfrentado a poderosos grupos de comunicación, que tienden a resolverse en cuanto la dinámica de las relaciones empresariales predomina sobre la dinámica de las relaciones de poder político.
Ante una situación semejante, lo que quede de vida en la sociedad española, que no es poco, debería reaccionar e imponer otra forma de hacer política. Menos cargada de polemicidad y más orientada hacia el acuerdo, menos lastrada por la ambición y más dirigida hacia el servicio. Menos fascinada por la imagen y, sin embargo, más imaginativa. Menos enfática y retórica y más realista. Y, curiosamente, como revelan las series demoscópicas de la valoración de los políticos, de sus talantes, actitudes y realizaciones, esa política, más sana, sería también la electoralmente más rentable.
Para superar la distinción clásica entre la España real y la España oficial sería bueno oponer una nueva a una vieja política.
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