Volver a verlos
Un día, el hijo de mi vecina me llamó papá en el ascensor. Su madre está divorciada y ambos ocupan el apartamento contiguo al mío. Por la noche, le cuenta cuentos que suelo escuchar a través del respiradero de mi cocina, que es de tipo americano, y da al salón, donde tengo un sofá cama. Utilizo el dormitorio como taller, pues en mis ratos libres me saco unas pesetas arreglando secadores, planchas y tostadores de pan. Yo no tengo hijos ni nada parecido, así que me fastidió bastante la gracia del niño. -Oye, que yo no soy tu padre. -No se ofenda -dijo la madre- Llama así a todos los hombres. Esa noche le contó al niño un cuento que trataba de un individuo que abandona a su familia, aunque decide instalarse en el piso de al lado, desde donde vigila el crecimiento de su hijo y protege a su ex mujer de los desaprensivos que intentan robar en la casa cuando ella se encuentra fuera. El niño insistió en que le diera detalles de ese hombre y la mujer hizo una descripción muy minuciosa con la que me sentí identificado. No soy nada paranoico, la verdad, pero no creo que haya mucha gente a la que le falte el lóbulo de la oreja derecha, que perdí de pequeño, de un mordisco, en el patio del colegio. Al día siguiente coincidimos en el ascensor y el pequeño intentó verme la oreja, que suelo llevar tapada con el pelo: me dejé melena hace años para ocultar la amputación. De todos modos, me puso tan nervioso que le di un gritó: -¡Deja ya de mirarme, hijo! La madre y el niño intercambiaron una mirada de complicidad, y no era cuestión de ponerse a dar explicaciones. Todo el mundo entiende que se trata de una expresión que no significa lo que dice. Por la tarde, estaba soldando los cables de una plancha eléctrica cuando llamaron a la puerta y salí a abrir tal como estaba, con la melena recogida en una cola de caballo, pues me molestan mucho los pelos en la cara para trabajar. Eran la vecina y el niño, que lo primero que hicieron fue contemplar mi lóbulo, o su ausencia, con una expresión de triunfo que no me gustó nada. Me traían un secador del pelo para ver si podía arreglarlo. Cuando salían,, ella, en un aparte, me preguntó si lo de la oreja era de nacimiento.
-No, no, de un mordisco, en el colegio -respondí de mala gana.
Por la noche, el niño pidió a su madre que le contara otra vez el cuento del día anterior y ella lo enriqueció con el detalle de la pelea infantil en el patio de la escuela. Y qué hicieron con el pedazo de oreja? -pregunto el niño. Se lo tragó sin querer el autor del mordisco y le salieron por todo el cuerpo unos lóbulos de los que falleció enseguida. Me pareció excesivo, así que me acerqué a la rejilla del respiradero y dije que aquello era mentira.
-¿Cómo fue entonces? -preguntó la mujer desde el otro lado.
-Lo escupió e intentaron reimplantármelo, pero no prendió- Entonces se oyó la voz del hijo
-¿Y qué le pasó al otro niño?Murió de difteria -mentí pidiendo que no me preguntara que era eso, pues no tenía una idea muy clara.
-El caso es que murió -añadió la mujer con determinación. -Buenas noches, papá -dijo el crío.
-Buenas noches -contesté yo desorientado-, y me metí en la cama con lágrimas en los ojos, sin saber exactamente qué es lo que me había provocado esa emoción.
Al día siguiente, cuando regresaba de comprar una resistencia nueva para su secador, vi que mi vecina estaba metiendo sus cuatro cosas en una furgoneta con evidente intención de mudarse. Le pregunté por qué se iba.
-Porque estoy harta de que nos espíes a tu hijo y a mí -gritó delante de un par de vecinos- Si has decidido abandonarnos, déjame al menos que rehaga mi vida.
Me metí en la casa avergonzado y cuando bajé a darle el secador ya se habían ido. Ahora no duermo pensando qué habrá sido de ellos y daría la vida por volver a verlos.
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