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El silencio de los comunistas

Los italianos se han adelantado en 15 días a los franceses en la polémica sobre si las responsabilidades del nazismo son comparables a las del comunismo. En Roma no ha partido de El libro negro del comunismo (obra colectiva de Stéphane Courtois, Nicolas Werth y otros cuatro historiadores), sino de la reacción, provocada por las peticiones de perdón en cadena del Papa y de los obispos, por las más oscuras desviaciones de la Iglesia y, en especial, por la tibieza o complacencia en la época del nazismo. Si los católicos piden perdón, señala M. Della Loggia (II Corriere), ¿no deberían hacer otro tanto los comunistas?Eugenio Scalfari, fundador, editorialista y ex director de La Repubblica, se ha alarmado por el hecho de que su colega haya aprovechado la oportunidad para culpar a la Ilustración y a sus filósofos. "Dieciochista" eminente que se ha nutrido de Diderot y D'Alembert, denuncia la blasfemia. Y tiene mil veces razón al frenar una corriente de pensamiento que, al establecer la filiación de las ideas, pretende, demostrar la paternidad de los crímenes.

El primero que empezó fue, reconozcámoslo, el gran Solyenitsin. Como toda su generación, se había formado en la idea de que la Revolución Soviética de 1917 era la heredera y continuadora de la Revolución Francesa de 1789, y que ésta había sido pensada por los filósofos de la Ilustración. Solyenitsin consideró hábil adoptar esta glorificación para transformarla en acusación. Los bolcheviques se consideraban seguidores de Voltaire y Rousseau: éstos eran los dos culpables. ¿Acaso no coqueteó por un momento el cardenal Lustiger con esta idea? Matizando más, pensó que debíamos a la Ilustración las tinieblas de lo Absoluto y del fanatismo laico.

Todo esto no resiste ningún análisis. Isaiah Berlin, que acaba de morir en Londres, tuvo el valor de hacer una serie de reproches a Solyenitsin, a los que, según dicen, éste no era insensible. A más de un experto, desde Edgard Quinet hasta Franiçois Furet, le habría chocado que alguien les dijera que el Terror -porque, evidentemente, siempre es de este episodio de 1793 del que se trata en los debatesestaba previsto, justificado y excusado de antemano en las tesis de los filósofos. Ni el mismo Albert Camus -a quien la Universidad Hebraica de Jerusalén está dedicando un coloquio internacional-, que fue el primero que, tras la guerra, se atrevió a comparar el comunismo y el nazismo, habría aceptado jamás semejante idea.

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Y si la resignación "ante la guerra civil hace que Robespierre y los hebertistas puedan compararse a Lenin y a Trotski, se necesita cierta audacia para pensar que la Revolución que en 1971 instaura (intenta instaurar) la democracia es la madre de la que la suprime en 1918. Los sovietólogos indulgentes dicen que el golpe de Estado de Lenin era algo "esperado" por los mencheviques. (Nicholas Werth, uno de los autores del Libro negro, no está lejos de pensarlo). Los bolcheviques manifestaron cierta disposición despótica a hacer lo que se suponía que esperaban los demás.

Por tanto, en este terreno no hay un proceso ideológico retroactivo. Que al menos se nos ahorre esta perversión. Ya no queda en Francia mucha gente que piense, como Joseph de Maistre, que "todo es admirablemente execrable en la Revolución" [de 1789]. Y si uno se pusiera a recusar a los filósofos, la derecha tocquevillo-aroniana no sería la última en protestar en un número de la revista Commentaires. Pero la cuestión sigue siendo saber si los comunistas y sus aliados tienen que hacer su autocrítica, a semejanza de los católicos o de los que ayudaron a los nazis.

Es preciso decirlo: el hecho de que el comunismo y el nazismo tengan orígenes, referencias, una inspiración y, finalmente, objetivos diferentes (en realidad, radicalmente diferentes), y el hecho de que el leninestalinismo no pueda considerarse como una desviación fatal e inevitable del marxismo teórico, no pueden servir de coartada a los leninistas y a los estalinistas para evitar dar explicaciones, justificarse, pedir perdón. Algunos lo han hecho. Pero las instituciones como tales no han realizado todavía su examen de conciencia filosófico, ético y político. Comprendo que a algunos de ellos, grandes militantes de la Resistencia y que se mantuvieron alejados de los puestos de responsabilidad, les horrorice que se les pueda comparar, aunque sea indirectamente, con los nazis. Pero sería lícito, querido Eugenio Scalfari, compararlos con los católicos.

Después de todo, ni Juan Pablo II ni el cardenal Echegaray ni los obispos de Francia, de Alemania y de otras partes son responsables de no haber prestado ayuda a un pueblo en peligro de ser genocidiado. Tampoco piden perdón -a Dios- por haber traicionado el mensaje evangélico. En la enseñanza crística no estaba escrito que la Iglesia de Pedro tuviera que avalar o participar directamente en las Cruzadas, en la Inquisición, en San Bartolomé, en la masacre de los indios de América, etcétera. Yo soy de los que en Francia sienten rabia porque el proceso de Maurice Papon, al sembrar la confusión y la división, impide evaluar, calibrar, apreciar, el carácter histórico (esta trillada palabra tiene aquí su sentido pleno: forjador de la historia) de los arrepentimientos católicos. Han sido necesarios dos mil años para llegar hasta aquí. Y ahora que hemos llegado, ¿vamos a pasar de largo? ¿Estamos borrando, según la dura expresión de Jean-Louis Schlegel, redactor jefe de la revista Esprit, todas las "traiciones teológicas" de los primeros padres de la Iglesia, y pretendemos no darnos cuenta?

Pero he aquí por qué, a mi entender, estos arrepentimientos tienen un significado superior: se me podría objetar, en efecto, que rechazo las verdades que evoca o revela el proceso Papon, que prefiero contribuir a las ilusiones gaullianas de la Francia de la Resistencia y que desprecio la memoria de las víctimas. Se trata de todo lo contrario (excepto que mi fidelidad al gaullismo de la Resistencia es inquebrantable); se trata justamente de lo contrario debido al valor filosófico (y no solamente moral) que confiero a su arrepentimiento. Escribo esto desde Jerusalén. La prensa israelí no refleja el arrepentimiento de Chirac en nombre de Francia, ni el de los obispos en nombre de la Iglesia. No ve más que una cosa: que se ha dejado a Papon en libertad. Da rabia.

Cuando hay una decisión tomada por un tribunal (el de Nüremberg contra los crímenes, por ejemplo), se dice que los hombres juzgan a los hombres según la interpretación que la época les inclina a dar a los textos penales. En el caso del

juicio de Nüremberg, además, los vencedores juzgaron a los vencidos y de nada nos vale tener "el cielo estrellado sobre nuestras cabezas y el imperativo categórico en nuestros corazones", siempre nos quedará la sospecha de que "la justicia es una fugitiva que abandona rápidamente el campo de los vencedores". Oscilamos entre Kant y Simone Weil (la filósofa). En realidad sigo teniendo la convicción de que sólo el arrepentimiento del pecador confiere al pecado su verdad permanente. Cuando Juan Pablo II, que además no es pecador, pide perdón, está confiriendo a la Shoah, a los holocaustos, a los genocidios, una realidad que se graba mucho más en el mármol de las instituciones que la del proceso a Papon. Eugenio Scalfari me dice que no se puede fundar una moral sobre el arrepentimiento. No cabe duda. Pero es lo único que puede definir el crimen durante más de una generación.

Dicho de otro modo, creo que los líderes comunistas de hoy deben admitir, con cierta solemnidad, que Lenin, al poner en marcha la guerra civil; Trotski, al orquestar y conceptualizar esa estrategia, y, naturalmente, Stalin, con los suyos, del Este y de fuera del Este, cometieron, sin duda crímenes contra la humanidad o les abrieron camino. Contrariamente a lo que sugiere de manera un tanto tortuosa Stéphane Courtois (uno de los autores), esto no convierte al comunismo en una idea nazi, como la Inquisición no convierte al Evangelio en una, idea estalinista, pero sí es cierto que el comunismo estalinista real, entre 1938 y 1953, recurrió a medios tan nazis que todos los fines idealistas quedaron aniquilados.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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