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Tribuna:
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¿Para qué olvidar?

¿Merece la postura de la Iglesia durante la guerra civil y el franquismo que las altas jerarquías pidan perdón por ello? He aquí una pregunta que últimamente aparece en los medios de comunicación con relativa frecuencia. Y yo, francamente, creo que no. No, por lo menos, a los que no somos creyentes, y, por tanto, no al país, que es laico desde el, advenimiento de la democracia. Otra cosa sería el perdón que la propia Iglesia les debe o no les debe a sus fieles, una mera cuestión de orden interno.La historia, como todo el mundo sabe, se cuenta siempre en la versión del vencedor. Hoy, por ejemplo, el mundo occidental está convencido de que las acciones de los poderes establecidos, sobre todo si los defiende Occidente, son actos de terrorismo que merecen la aniquilación total de quien los comete. En cambio, cuando estos poderes establecidos cometen asesinatos, violaciones de derechos humanos, ataques con bombas o minas a poblaciones civiles, extorsión de sus economías, aceptamos sin protestar que sean en defensa de una causa justa: los valores de la humanidad. De ahí que las guerras no tengan como único fin el dominio de las geografías y de las políticas, la administración de los bienes autóctonos y el sometimiento de sus mercados, sino también, y con la misma intensidad, la posibilidad de justificar o esconder las propias crueldades e imponer a los súbditos su versión manipulada y su posterior cristalización, de modo que así se transmita de generación en generación. Y ya no digamos cuando la versión de los hechos es Dios quien la inspira.

Pero hoy ya no son tantos los que aceptan la versión oficial de la Iglesia, no sólo porque buena parte del mundo ha dejado de ser creyente, sino porque los propios creyentes aceptan que su Iglesia, dirigida por humanos, ha de adolecer de las mismas pasiones y distorsiones que mueven a los humanos.

A lo largo de la historia, las crueldades, las atrocidades, los despotismos, la sinrazón, se han sucedido y han sido justificados por casi todo el espectro de las ideas, sin que hasta ahora la civilización, el avance de las tecnologías, el nuevo orden internacional, las sectas religiosas, ni siquiera la compasión o la defensa de la justicia, hayan logrado erradicarlos o reducirlos, sino más bien todo lo contrario. Podríamos decir que moralmente la humanidad se encuentra en los mismos niveles de vileza que en la edad de piedra, aunque cada cual se erija en juez de los demás. Por poner un solo ejemplo, ¿por qué el Tribunal que juzga los crímenes contra la humanidad cometidos por bosnios y serbios no juzgó ni juzga a Pinochet o a Sese Seko? Así que, como dice el Evangelio de la Iglesia, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

Pero de esto a no poder hablar de lo que ocurrió hay un abismo. No es tanto el perdón lo que importa sino la revisión de los hechos a la luz de la historia que vamos descubriendo o que nos van dejando descubrir. Nos guste o no, la Iglesia ha formado parte de nuestra vida y de nuestra cultura desde que san Pablo se cayó del caballo y en torno al mensaje de Cristo organizó la primera multinacional de la comunicación que posteriormente se armó para convertirse en un Estado pontificio y que hoy, con sus bienes y sus bancos, forma parte activa de los mercados e interviene como grupo de presión en los asuntos del reino de este mundo. Así que como cualquier otro poder puede y debe estar sometido a crítica y a una revisión constante de los hechos.

Es cierto que no queremos olvidar, pero no por el mero placer de inculpar y denunciar, no "para mantener viva la ruptura entre las dos Españas", según afirma monseñor Ramón Echarren Ysturiz, obispo de Canarias; no para "no perdonar, ni para seguir odiando y descalificando, ni para conservar el rencor y aumentarlo, ni para humillar a los otros como sea y cuando sea", según insiste el prelado, sino precisamente para conocer y aceptar lo que ocurrió, y para convertir. el sentimiento de culpa o de venganza o de acusación en sentido de la responsabilidad como no se cansa de repetir Günter Grass.

Queremos saber, debemos saber lo que ocurrió no sólo con la Iglesia durante la guerra civil y el franquismo, sino con las derechas y con las izquierdas, con los comunistas y con los capitalistas, con los dictadores y con los liberales. Las izquierdas de los años treinta, monseñor, fueron calladas, exiliadas, barridas y asesinadas por los sediciosos, y una parte de lo que hicieron nos la contaron hasta la saciedad durante el franquismo, tan aumentada y distorsionada que aún hoy perdura en buena parte aquella versión. Pero no se trata tampoco de que la izquierda ni la derecha pidan perdón o venganza. Creo que los españoles demostraron su escaso interés en la venganza y en el deseo de humillar a los "otros" cuando, tras cuarenta años de dictadura, votaron en favor de una constitución que daba la venganza por zanjada, e incluso los que entonces no estuvieron de acuerdo con esa tabla rasa, en estos veinte años de democracia han dado pruebas de haber aceptado la voluntad de la mayoría.

La izquierda de hoy, monseñor, tal vez no haya pedido perdón, pero ha hecho autocrítica a todas horas porque la autocrítica está en la base misma de su cultura. Ha hecho autocrítica de lo que consintió durante la guerra civil, pero también, y de forma constante y concluyente, de sus errores con respecto a lo que apoyó, creyó, adulteró y defendió en tiempos remotos, durante la clandestinidad y aun después, en plena democracia. Quien no ha hecho nunca autocrítica es la derecha y, como tal, tampoco la Iglesia, no por lo menos en un ámbito que vaya más allá de una asamblea conjunta de obispos y sacerdotes. Y no creo que tengamos que considerar autocrítica oficial de la Iglesia la que han hecho al margen de ella -y por ella condenada- los Fieles y sacerdotes e incluso obispos que no sólo con las palabras de liberación, sino con su trabajo y su vida, tomaron y toman el partido de los pobres de la tierra, perseguidos, ultrajados, torturados, escarnecidos y asesinados en masa por feroces dictaduras militares apoyadas por Occidente, y tantas veces por la Iglesia, que sólo mostró su repulsa oficial cuando los regímenes mencionados se tambaleaban. Así lo hizo también con el franquismo, una época en la que no parecía afectarle lo que le ocurría a buena parte de su- pueblo. El pueblo, para la Iglesia oficial y para el régimen, era la mitad de la población, entre la que se incluían los poderes económicos y militares vencedores; la otra mitad quedó reducida a populacho.

¿Va a pedir perdón la Iglesia por haberse alineado con el poder? ¿Cómo podría? Para ello tendría que remontarse a los primeros siglos, cuando terminaron las persecuciones y tal vez aún antes, porque, por mucho que su doctrina le inste a dividir su capa con los miserables, la Iglesia oficial siempre ha estado con los ricos, lo que no le ha impedido multiplicar su misericordia con los pobres y volcar en ellos su caridad, que de este modo se alcanza el cielo y se organiza en la tierra un ejército de propagadores de la fe. Así que no creo que valga la pena pedir perdón por su connivencia con el fascismo. Pero tampoco sirve intentar compensarlo con los crímenes que cometió la izquierda durante la guerra civil. Como de nada serviría que para borrar sus errores la izquierda echara en cara a la Iglesia. el saludo fascista de sus cardenales, su defensa de la pena de muerte, su silencio ante los atropellos de derechos y libertades de los españoles o el terror que, aprovechando el poder que le dieron los vencedores, sembró en las conciencias de niños, jóvenes y pobres de espíritu con el pretexto de que de ellos sería el reino de los cielos. No se trata de una competencia de cargos. La historia de la Iglesia, como todas las historias de este mundo, es una lucha a sangre y fuego por el poder, la riqueza, los honores y el dominio de las conciencias. Que cada cual reflexione sobre lo suyo.

Pero tampoco queremos olvidar, quedarnos sin memoria. Porque sirios quedamos sin memoria, nos quedamos sin historia, sin elementos para entender, sin criterio para juzgar y remediar, sin responsabilidad para proceder, sin ánimos ni objetivo para mejorar, sin decencia para sobrevivir

Rosa Regás es escritora.

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