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Un ejemplo a combatir

La República Checa, Hungría y Polonia ultiman ahora los respectivos procedimientos para formalizar su integración en la Alianza Atlántica. En los tres países la población es mayoritariamente favorable a tal medida. Y por buenas razones. Los adversarios de la ampliación de la OTAN están en su mayoría en Occidente, en países cómodamente instalados bajo el paraguas de estabilidad de esta organización que, con sus defectos, es la alianza político-militar de mayor éxito de la historia.Las sociedades que han salido hace pocos años del largo túnel de malos tratos que fue la hegemonía soviética tienen una muy lógica necesidad de seguridad y de garantías de que no van a volver al pasado. En la OTAN ven al único garante de tal seguridad. Quien piense que los países de Europa central y oriental están perfectamente seguros fuera de la OTAN deberían echar una ojeada a lo que ha sucedido en los últimos tres años en Bielorrusia.

Allí, y ante la indiferencia de la comunidad internacional, se ha perpetrado la más completa e implacable involución hacia el totalitarismo. Es el mejor ejemplo para demostrar que los avances de la democracia en la región no son irreversibles. Es cierto que el comunismo está muerto -aunque algunos en España no se hayan enterado. Pero también es cierto que son muchas las formas que pueden adoptar la dictadura y el oscurantismo.

Bielorrusia, con sus diez millones de habitantes y frontera común con cinco países que están sumidos en mayor o menor grado en profundas reformas, ha conseguido algo tan difícil como marchar en sentido contrario a todos ellos. Y su presidente, Alexandr Lukashenko no tiene ningún problema en reconocer su originalidad. Ya poco después de ser elegido en 1994 se destapó como un admirador del orden, la disciplina y la efectividad que Adolfo Hitler había logrado imponer en Alemania en su día. Durante los últimos tres años ha demostrado que realmente está decidido a seguir el ejemplo de su admirado austríaco.

Cuenta el polaco Adam Michnik, una de las grandes cabezas y conciencias vivas de Europa, que Lukashenko ha logrado hacer en Minsk lo que todo fascista o comunista irredento ha soñado hacer en la región desde la caída del Muro de Berlín y la disolución del Pacto de Varsovia y la Unión Soviética. No sólo ha parado el reloj, sino que después lo ha puesto en marcha hacia atrás. Y los derechos humanos y civiles de los bielorrusos pueden ser hoy incluso menores que en la época de Breznev. En Minsk la policía secreta da muy contundentes palizas a los periodistas independientes, vigila a todo sospechoso de actividades de oposición e intimida a los observadores extranjeros.

Lukashenko es un hombre práctico, como lo pueda ser el serbio Slobodan Milosevic, el otro líder involucionista de éxito del continente. El régimen no se molesta, al menos por el momento, en abolir oficialmente las elecciones. Pero sí aplica sin escrúpulo todos los medios a su alcance, es decir todos los existentes, para que la oposición sea poco más que una agrupación de intelectuales valientes. El resto de la población sabe quién manda y sabe lo que éste es capaz de hacer para seguir haciéndolo. El año pasado Lukashenko disolvió el Parlamento y organizó un referéndum en el que, según aseguró, casi un 95% del electorado le otorgó poderes poco menos que absolutos. Quien dudó del resultado tuvo serios problemas con la policía.

Lukashenko es una vergüenza para Europa. Como lo es Milosevic. Y los países vecinos de Bielorrusia -ante todo Rusia-, pero no sólo ellos, deberían tomar medidas para debilitar a gobernantes tan depravados. Y acabar con una pesadilla para la población de aquel país y una amenaza para las democracias de la región, aún inestables.

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