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Un aniversario funesto

Enrique Moradiellos

Cuando faltaban apenas cuatro meses para que finalizara la guerra civil en España, el 12 de noviembre de 1938 el embajador del general Franco en Berlín remitió a su ministro de Asuntos Exteriores una carta reservada cuyo conocimiento público en aquel tiempo habría provocado serias dificultades en las óptimas relaciones de la España franquista con la Alemania nazi, su vital aliada política y valedora militar. En la misma, el conde de Magaz informaba de "unos actos" que habían tenido lugar en todo el país pocos días atrás como "represalia" ante el asesinato en París de un diplomático alemán por parte de un joven judío exiliado. En su opinión, "la destrucción y pillaje de que fueron objeto la totalidad de las casas y establecimientos judíos" había sido "meditado y organizado por las mismas autoridades o con su conocimiento" y suponía "una regresión de un pueblo civilizado a las costumbres y sentimientos de las épocas más remotas".En efecto, durante la tarde y noche del 9 de noviembre de 1938, como resultado de un pogromo planificado por las autoridades nacionalsocialistas, militantes antisemitas asaltaron los barrios judíos en todas las ciudades y pueblos de Alemania ante la pasividad de la policía y la complacencia o indiferencia de una gran parte de la población civil. El resultado de lo que pasó a llamarse la "noche de los cristales rotos" (Kristallnacht) fue sobrecogedor: un centenar de judíos muertos; cientos de sinagogas incendiadas; un mínimo de 8.000 tiendas y negocios destruidos; incontables casas particulares devastadas, y unos treinta mil judíos arrestados y enviados a campos de concentración. La operación suponía un hito clave en la evolución interna del III Reich y anunciaba el comienzo de una nueva fase mucho más radical en su actitud y trato hacia la población judía.

Desde enero de 1933, tras la conversión de Adolf Hitler en canciller de Alemania, el régimen nazi había iniciado una política de sistemática discriminación contra los judíos alemanes (un total de 500.000 para una población de 66 millones) por considerarlos una raza inferior, apátrida y muy peligrosa para la salud de la raza superior, los arios germánicos. En el contexto de grave crisis política y profunda depresión económica que había vivido Alemania desde 1929, esa simple utilización del judío como oportuno chivo expiatorio de todas las culpas y males había sido un factor clave en la creciente popularidad electoral del movimiento nacionalsocialista.

El antisemitismo hitleriano asumía íntegramente los viejos prejuicios religiosos derivados de la judeofobia cristiana surgidos durante la Antigüedad Tardía y en la Edad Media (el judío como asesino de Cristo y ser falso, lujurioso y codicioso). Pero rechazaba la idea de que la conversión a la verdadera fe y el bautismo pudieran limpiar el pecado de haber sido judío porque se basaba en una nueva concepción racial y social-darwinista. A tenor de ella, la humanidad estaba formada por razas que se definían por inamovibles factores biológicos hereditarios, eran cualitativamente diferentes en sus capacidades intelectuales y estaban enfrentadas en una lucha por la supervivencia de las más aptas y el sometimiento de las más débiles. El enemigo natural de la raza aria superior siempre había sido la raza judía, que vivía como un parásito sobre el suelo de la patria germana y corrompía la sangre de sus hijos mediante el mestizaje y la destrucción de la pureza racial. La judería internacional combatía esa eterna verdad racial mediante estratagemas como eran el capitalismo financiero que destruía la economía nacional, el bolchevismo que subvertía las relaciones sociales y el pacifismo derrotista que minaba la fortaleza militar.

En función de esas ideas, convertidas en doctrina oficial de Estado, desde 1933 el régimen de Hitler dictó múltiples disposiciones orientadas a cambiar la situación de los judíos dentro de la sociedad alemana con medidas de discriminación muy similares a las de época medieval: expulsión de la Administración pública, la enseñanza, el Ejército y los tribunales; retirada de la nacionalidad e imposición de trabas a las operaciones económicas y actividades profesionales; anulación y prohibición de todo matrimonio mixto entre judíos y arios; etcétera. Sin embargo, esta primera política de mera discriminación y fomento de la emigración forzosa al extranjero sufrió una radical e irreversible intensificación desde noviembre de 1938.

Ciertamente, tras la noche de los cristales rotos, la política antisemita nazi se orientó a lograr la más completa exclusión y segregación física de los judíos en el seno de la sociedad alemana. La progresiva deportación masiva a campos de concentración creados al efecto en todo el país fue el primer paso. La invasión de Polonia, y el estallido de la II Guerra Mundial en septiembre de 1939 intensificó el proceso porque hizo necesario organizar a la numerosa judería de los países vencidos (sólo en Polonia residían más de tres millones de judíos). La respuesta fue la construcción de nuevos campos de concentración y la formación de masivos guetos urbanos en toda la Europa oriental ocupada. En los mismos, las condiciones de malnutrición, falta de higiene, malos tratos y trabajos forzados originaron una altísima tasa de mortalidad conscientemente cultivada.

En el contexto de brutalización generado por las condiciones bélicas, el comienzo de la ofensiva nazi contra la Unión Soviética hizo posible la apertura de una última etapa de la política antisemita. En algún momento del verano de 1941, Hitler dio al alto mando de las SS la orden verbal y secreta de iniciar la "solución final": el exterminio masivo de la población judía en todas las zonas ocupadas. En un primer momento, la tarea fue realizada por batallones de fusilamiento especiales que operaron en el frente oriental desde junio de 1941 hasta 1943. El desgaste de hombres y material que suponía ese método forzó la búsqueda de nuevas fórmulas genocidas más rápidas y económicas: en primer lugar, los camiones de gas; muy poco después, las cámaras de gas. A principios de 1942 comenzó la instalación y uso de seis campos de exterminio con sus correspondientes cámaras de gas ocultas como salas de ducha y sus hornos crematorios: BeIzec, Sobibor, Lublin, Treblinka, Chelmno y Auchswitz. El progreso tecnológico de estas fábricas de la muerte fue impresionante. Las cámaras comenzaron teniendo una capacidad para 450 personas por sesión de gases y terminaron albergando a 4.000 a un tiempo. El gas utilizado dejó de ser el monóxido de carbono en favor del cianuro de hidrógeno y el ciclón B, más fáciles de elaborar y transportar por las compañías químicas alemanas que lo suministraban.

En esas condiciones, el volumen de judíos exterminados durante el corto periodo de cuatro años fue espectacular. Aunque resulta imposible establecer un cómputo definitivo sobre las pérdidas humanas del holocausto, no cabe duda de que oscilaría entre cinco y seis millones de judíos. Según los estudios fidedignos de Raul Hilberg, una cifra ligeramente superior a los cinco millones parece la más verosímil. Los muertos en campos de concentración y exterminio ascenderían a tres millones (sólo el de Auschwitz tuvo más de un millón). Los muertos por fusilamiento y otras operaciones móviles alcanzarían 1,4 millones. Y otros 600.000 judíos perdieron la vida en los guetos. En definitiva, para la judería del continente, la Europa ocupada por los nazis se convirtió en un gigantesco cementerio.

La planificación y ejecución de este genocidio estuvo motivada ideológicamente y no fue el resultado de una exigencia estratégica o política superior. Las ideas racistas fueron la fuerza motriz del holocausto y pudieron llevarse a la práctica con lógica infernal en el propicio contexto de guerra total desatada por los nazis durante la invasión de la URSS. El patente hilo de continuidad que vincula el mero prejuicio antisemita con la Kristallnacht y con su derivación en Auschwitz es una cruda advertencia de lo que puede volver a suceder si se toleran pasivamente los brotes de xenofobia racista y criminal en cualquier parte del mundo, sea la cercana Bosnia o los lejanos Ruanda y Congo. Por eso resulta imprescindible recordar la secuencia histórica para atajar a tiempo tanto la barbarie final de Auschwitz como su prólogo obligado de la Kristallnacht.

Enrique Moradiellos es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura.

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