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Reportaje:PLAZA MENOR - SANTA ANA

El gran teatro del mundo

Siempre que paso por la plaza de Santa Ana me viene a la memoria la anécdota apócrifa de aquel alcalde de pueblo que tras la clausura de un congreso internacional, donde se había hablado de las dificultades de los minusválidos para transitar por espacios urbanos plagados de obstáculos tales como bordillos y escaleras, comentaba: "Me parece estupendo eso de las barreras arquitectónicas, ¿dónde hay que ponerlas?".La plaza de Santa Ana tiene más trampas que una película de chinos; el celo municipal de algunos concejales ha sembrado este enclave crucial de la ciudad con toda clase de obstáculos disuasorios, cepos, setos y desniveles maquiavélicamente diseñados para atrapar tobillos y castigar espinillas. En verano, la proliferación de las terrazas ha reducido a la mínima expresión la zona transitable, convirtiendo este espacio en una plaza de peaje obligatorio.

Don Pedro Calderón de la Barca, desde su privilegiado sitial, se ve forzado a contemplar el zafio espectáculo cotidiano, burda comedia de equivocaciones y dislocaciones, jalonada de juramentos malsonantes y chácharas insustanciales de bebedores de cerveza. Los autos sacramentales ya no se llevan, ni siquiera en las carteleras del Teatro Español, que hoy programa una chistosa y archiconocida parodia del teatro clásico y romántico. En los últimos años, el Teatro Español se ha convertido también en una parodia de lo que debe ser un teatro nacional. Esta tarde, un nutrido grupo de escolares adolescentes arman bulla a las puertas del hermoso y vano coliseo para ver La venganza de don Mendo, con la que aprenderán a burlarse de un teatro que probablemente nunca conocerán, y reirán con la parodia sin conocer lo parodiado. Una situación esperpéntica, el fantasma de don Ramón María del Valle-Inclán ronda por el cercano callejón del Gato (Álvarez Gato) en cuyos espejos deformantes vio reflejada un día la parábola de sus esperpentos.

Plaza mayor de las tablas y de las letras, de la bohemia y la torería, la plaza de Santa Ana sufre los embates de la derecha municipal, que pretendió "adecentarla" expulsando a los artesanos que habían acampado en su desolado y yermo solar. La cruzada contra los artesanos comenzó en los últimos años de gobierno socialista en el Ayuntamiento, pero su primer inquisidor, el concejal Lara, no se atrevió a emplear los expeditivos métodos que aquel azote de la inteligencia y la cultura, don Angel Matanzo España, ángel exterminador, usó durante su feroz mandato, cuando al mando de sus guardias arrasó con el tinglado de golpe y porrazo. Con la excusa de despoblarla de vagos, camellos y maleantes, Matanzo, al que Manzano no licenció hasta que terminó de hacerle el trabajo sucio, inició la colonización de la plaza para dejarla en manos de sus compadres del negocio hostelero.

Villa Rosa, alicatada con pintorescos azulejos turísticos y patrióticos, es una cripta, capilla sixtina del kitsch ibérico-andaluz, el mal gusto elevado por la ironía a la categoría de arte menor. En Villa Rosa, don Miguel Primo de Rivera, zafio militarote, dictador y mamporrero al servicio del rey, sobaba las broncíneas texturas de su amante La Caoba, contaba chistes verdes y le daba al jerez sin complejos. En la Cervecería Alemana hacían cuchipanda toreros de tronío y literatos maulas, daifas de postín y señoritos calaveras. Más tarde, en los años sesenta, persiguiendo la huella alcohólica de Hemingway, aterrizaron los primeros beatniks y los primeros hippies genuinamente americanos, que estafaban a sus ingenuos sosias autóctonos vendiéndoles cajas de cerillas rellenadas con hojas de té, que hacían pasar por marihuana; hasta que los responsables, del establecimiento pegaron en la puerta un pasquín que fue muy comentado, en el que se prohibía la entrada de beatniks, hippies y otras gentes de mal vivir, quedando a la discreción de los camareros la selección del personal a incluir en ambas categorías. La cervecería, pasado aquel arrebato fundamentalista, volvió a ser honrada y respetuosa con la tradición de los veladores de mármol y las cañas bien tiradas, que ha generado numerosas imitaciones en su entorno.

El periodista Mariano de Cavia llamaba a este lugar "plaza de la cerveza", por los numerosos establecimientos que en ella había dedicados al comercio al por menor de la rubia y foránea bebida, una denominación que todavía le cuadra. A la plaza de Santa Ana los madrileños le dicen "Santana", y con el apócope generan la confusión hasta el punto de que hay quien cree que su nombre es un homenaje al extravagante general mexicano Santana, el vencedor de El Álamo, provincia de Tejas. A la plaza de Santa Ana la llamaron antes del Príncipe Alfonso, en memoria del hijo de Isabel II, y luego, los revolucionarios, durante un breve periodo, le impusieron el nombre del almirante Topete. Pero los madrileños siempre la han llamado como se llama ahora, en recuerdo del monasterio real de Santa Ana, un convento de monjas carmelitas fundado en el siglo XVII y derribado a comienzos del XIX por orden de José Bonaparte, el rey Plazuelas, urbanizador compulsivo que pensaba que a Madrid le sobraban conventos y le faltaban plazas para disfrute de ciudadanos laicos, condenados a vivir tapiados en estrechos callejones entre monasterios parroquias, conventos y palacios.

La plaza de Santa Ana es el corazón del barrio de los teatros y de los poetas y en sus cercanías moraron Cervantes, Góngora, Quevedo, Lope de Vega, Tirso de Molina y una larga nómina de colegas de menor renombre que tomaron del natural, en este emporio de la farándula y la camándula, sus mejores apuntes. La efigie sedente de don Pedro Calderón de la Barca contempla resignada la coqueta fachada del Teatro Español. A sus espaldas, como rutilante decorado, brilla la fachada remozada del hotel Reina Victoria, de resonancias toreras que se preservan en un bar interior de ambiente taurino.

Observaba el cronista al anochecer, el susodicho decorado, cuando un inesperado dolor en el tobillo izquierdo le obligó a bajar los ojos al maltratado suelo y a culminar su grata excursión maldiciendo contra el diseñador de este pavimento de graciosos ladrillos erosionados, desmigados, que han ido formando, socabados por la acción de los elementos, peligrosos cráteres y engañosas dunas, minas antipeatonales, prohibidas en todas las convenciones internacionales.

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