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Reservas: 59,8%

El agua es uno de los mayores bienes de la humanidad. Dos terceras partes del planeta azul son mar, y la vida no hubiera resultado posible sin su existencia. Tampoco lo es, sin ella, la supervivencia de las especies. ¿Alguien se imagina al hombre, ese, pobre diablo, perviviendo en el futuro, alentando, respirando, alimentándose, procreando, ¡siendo feliz!, a la orilla de esos océanos, muertos que él mismo, o sus ancestros, han asesinado? El mismo, agua al fin en elevadísimo porcentaje.Si el agua salada es pieza clave para un porvenir cargado de nubarrones, el agua dulce y potable constituye cada vez más un raro don, en ocasiones inalcanzable, como nos recuerda la revista Time en su reciente y magnífico número especial Nuestro precioso planeta. Un 20% de todos los seres humanos ya no tenía acceso a ella para 1995, la demanda de tan preciado líquido se duplica cada 21 años y su volumen sigue igual que en tiempos del Imperio Romano. Lo que ha empeorado terriblemente es su potabilidad. Un 25% de todas las existencias planetarias es absorbido por la industria, un 60% se lo merienda la agricultura intensiva, apoyada por una tecnología que cae también en el apartado "industria" y que, como ella, contamina. Los ríos, los arroyos y los lagos soportan pesticidas, fertilizantes industriales, vertidos ponzoñosos de diversa índole, o atraviesan ciudades que los utilizan cómo alcantarilla. En la noble América, el antaño majestuoso río Colorado llega al mar convertido en mero chorrito, o no llega; en la ancestral China, el río Amarillo corre la misma suerte.

El agua, ese don de los cielos, se ha convertido, en un mundo sin entrañas, el nuestro, en poderoso elemento bélico. Todos recordamos aún, ¿cómo podríamos olvidarlo?, el larguísimo asedio de Sarajevo, privado de luz y agua por los sitiadores. Durante la guerra civil de Somalia, los soldados cegaban en su avance los pozos: la gente sigue muriéndose hoy a consecuencia del cólera. Después de esta enumeración de horrores, resulta muy reconfortante volver la vista hacia este Madrid de nuestros amores, que rima, porque, en cuestión acuática, "Madrid va bien". Tenemos una sierra que sin duda no nos merecemos, una sierra que nos aporta generosamente agua, oxígeno y belleza. Una sierra, sin embargo, que alguna incompetente "autoridad competente" pretende convertir en gigantesca ciudad dormitorio a costa de esa agua, oxígeno, belleza; una sierra amenazada por nuevas autopistas, autovías, trenes y babilónicos proyectos, así como por pequeñas tontunas que también transportan en la sentina una amenaza medioambiental clarísima. ¿Ejemplos? Pues, sin ir más lejos, esas farolas que piensan plantar en Navacerrada este invierno para que prolonguen la juerga los practicantes del esquí, el plastiquí y otras modalidades del disfrute de la nieve.

Pero corramos un tupido velo, volvamos a lo idílico: siempre nos hemos enorgullecido los madrileños de nuestra agua del Lozoya y ahora, aunque ya no sea posible determinar tan concretamente su procedencia, nos seguimos enorgulleciendo. Escribo esto a 2 de noviembre, Día de Difuntos. Nuestras reservas acuáticas ascienden al 59,8% y podríamos estar peor, pero resulta que el año pasado estábamos mejor (72,2%). Ayer era sábado y festivo. A la una y diez de la madrugada escuché el ruido inconfundible de la regadora-cisterna 742, uno de mis flagelos municipales cotidianos. Me asomé, como casi siempre, y contemplé el triste espectáculo de siempre: la calle, completamente seca, y el agua derrochada corriendo estúpidamente por los laterales de la calzada, junto al bordillo. Otros coleguis de este vehículo estarían haciendo la misma idiotez por otras calles de Madrid. Y hoy, domingo dominical con revoloteo de ánimas benditas, el incansable camión 742 despilfarraba a las once y diez de la mañana torrentes de agua por los bordillos. ¡Ah!, llevaba rato lloviendo intensamente.

¿Por favor, hay a bordo algún médico con influencia? Díganle al excelentísimo Ayuntamiento de Madrid que el agua es un bien escaso, caro, precioso. Que la gente mata y muere por ella. Aunque ahora llueva sobre nuestra ciudad. Por su santa madre, dígaselo, doctor. A mí no me hace ni puto (con tachado forgiano o no) caso.

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