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Los dos colosos

Andrés Ortega

El encuentro en Washington entre los presidentes del país más poderoso y del más poblado -y previsiblemente en un par de lustros, también la principal economía nacional- de este planeta globalizado podría haber sembrado las semillas de un posible nuevo orden internacional. Ni Clinton ni Jiang Zemin han buscado el entendimiento más amplio posible, sino, como señaló el presidente chino, tratar de comprenderse mejor y de entenderse sobre objetivos mutuos antes que cavar separaciones en torno a diferencias evidentes. No es mala cosa para empezar a configurar la línea Washington-Pekín, uno de los ejes centrales del mundo en formación.Las reuniones han demostrado que, hoy por hoy, la influencia de Estados Unidos sobre China es prácticamente nula, menor incluso que la que tenía Washington sobre la Unión Soviética en tiempos de una guerra fría que servía para modular una relación bilateral. Jiang no ha tenido que ceder en casi nada para ser recibido con todos los honores en Washington y obtener importantes ventajas comerciales, a pesar de su negativo balance en materia de derechos humanos. Y, sin embargo, ha anunciado dos cosas importantes: que China se abrirá más al mundo y que ampliará la democracia, pues "sin democracia no puede haber modernización". China necesita de recursos externos e internos para asegurar no sólo su crecimiento, sino para que éste se extienda a todo el país, más allá de su efervescente franja costera.

Clinton sabía -lo manifestó antes de recibir a Jiang- que intentar aislar a China resultaría no sólo "inviable" -China cuenta con Europa, Japón y Rusia, zonas o países a las que presta una creciente atención-, sino incluso "contraproductivo y potencialmente peligroso". Ya en febrero consideraba Clinton que "América debe mirar hacia Oriente tanto como hacia Occidente", pues la seguridad y la prosperidad de Estados Unidos lo requieren. Más aún cuando no existe en el Pacífico una estructura de seguridad que aporte estabilidad como la OTAN en Europa.

Desde este punto de partida y tras unos primeros errores en sus primeros balbuceos de política hacia China, Clinton ha querido atraer a ese país hacia el nuevo orden mundial que se está intentado diseñar desde Washington. Frente a la contención de la URSS en la guerra fría, la nueva política estadounidense hacia China lleva un nombre, "engranaje constructivo" (constructive engagement), pues la diplomacia estadounidense siempre tiene que darle un nombre a todo.

Resulta positiva la intención de construir antes que de enfrentarse. El "profundo desacuerdo" aireado en materia de derechos humanos en la conferencia de prensa conjunta de Clinton y Jiang indica no sólo que EE UU está dispuesto a callar por no perder un enorme mercado potencial y por mejorar su relaciones con la que pronto se convertirá en una superpotencia, sino incluso a aceptar unas reglas del juego más razonables que la intervencionitis que se apoderó del mundo en los últimos tiempos. Puede ser un augurio de unas relaciones futuras que intentan alejarse de ese choque de civilizaciones contra el que alertaba Samuel Huntington, aunque las protestas sobre las diferencias políticas queden ahora más en manos de las sociedades que de los Estados.

No hay que echar las campanas al vuelo. China y Estados Unidos son países muy diferentes, con intereses no sólo diferentes, sino incluso divergentes. Será muy difícil que en el futuro previsible lleguen a una relación de intimidad y pleno entendimiento. De una forma u otra tendrán que cultivar sus intereses comunes, pero también gestionar con tiento sus diferencias, que serán importantes.

Las cumbres entre China y EE UU pueden ahora reemplazar en su importancia, que no en su significado, a las antiguas reuniones entre los líderes de las dos superpotencias de antaño. Clinton y Jiang han iniciado, así, una política a largo plazo. No cabe olvidar que la concepción del tiempo largo de los chinos a menudo choca con los impulsos más inmediatos de los occidentales.

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