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Tribuna
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Los niños

Lleno de buena fe, Francesco Tonucci acaba de publicar en castellano un libro titulado La ciudad de los niños. Los niños no se enterarán nunca de este esfuerzo, pero Tonucci tampoco lo necesita. Almorzando el jueves con él, nos decía que, en realidad, la alusión a los niños para la mejora de las ciudades era una manera de explotar a los niños. Otra manera más.Los niños valen ahora lo mismo para un roto que para un descosido. Se les coloca por delante en la toma de conciencia sobre el nuevo urbanismo, se les hace las víctimas capitales de los actos terroristas, se les airea, con la pederastia, como el signo de lo más ignominioso de la contemporaneidad, se les destaca dentro de la posible violencia familiar como las figuras emblemáticas del maltrato y, por si faltaba poco, en los datos sobre sus nuevas depresiones se convierten en la máxima señal del declive. Una vez que no queda nada en que creer, los norteamericanos escogieron hace años a los niños como una segunda divinidad, incontaminada, natural, altamente ecológica. Carne inocente y sublimada; representación de la pureza y de lo sagrado. El punto más azul y delicado del planeta.

Nunca, sin embargo, los niños han sido mejor tratados dentro y fuera de casa. Proust, en El camino de Swan, relata cómo debía suplicar un beso a su madre antes de irse a la cama y de qué manera tan severa se disciplinaba a la infancia. Hoy, traspasados por el terror de la culpa, los padres no saben qué hacerse con sus hijos. Puede que todavía les falte algo que hacer, según la pedagogía y la psicología contemporáneas, pero también las ciencias sociales se encuentran empapadas de pedofilia. Está muy bien amar a los niños, afanarse por ellos, pero divinizarlos es una aberración de segundo grado que, de paso, aberra y reduce la crítica social y sus proclamas.

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