¿De qué país hablamos?
El Ministerio de Educación se ha empeñado en un plan de refuerzo de las humanidades en la Enseñanza Secundaria. Nada más hacerse público, se han desatado las quejas y lamentos de los nacionalistas, junto a otras de otro signo. No voy a entrar en cuestiones de metodología política, ni de oportunidad, ni en el análisis pormenorizado y valoración de dicho plan. Lo que sí me inquieta es la reacción nacionalista, más allá de otras referencias de orden instrumental sin duda legítimas que se han esgrimido estos días. En concreto es el programa de historia de España para la Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) el que ha suscitado iras y denuestos, y de modo específico uno de los objetivos establecidos de "comprender y valorar el carácter unitario de la trayectoria histórica de España".Era previsible. Nuestros nacionalistas -porque, al fin y al cabo, aunque son muy de ellos, son también nuestros- se resisten a admitir todo lo que huela a España. De ahí procede el eufemismo franquista, tan voceado, de "Estado español" o, simplemente, del "Estado". "Carácter unitario": ahí duele, ha dolido más allá de lo poco afortunado del adjetivo. Pongamos en su lugar "común": seguirá doliendo igual. Pero este carácter común es una evidencia reconocida por todos los historiadores objetivos y no necesariamente españoles, que hace suyo el nuevo programa de mínimos (las comunidades históricas pueden legislar sobre el 45% restante, ya veremos si con consenso o sin él), sin perjuicio de atender en su momento a la expansión catalano-aragonesa por el Mediterráneo, a la rebelión de Cataluña de 1640 o al nacimiento de los nacionalismos en la España liberal. La brevedad e indeterminación de la anterior legislación permitía a cada cual hacer en la práctica lo que le viniera en gana. Y esto es lo que el nuevo programa pretende modestamente atajar.
Digámoslo claro: da igual que se trate de la enseñanza de la historia, del himno nacional o de la bandera. La enseña de España no existe para los nacionalistas, o existe lo menos posible; el himno, ¿qué es el himno? Lo dijo recientemente Anasagasti: "Cuando aquí venga el Rey, lo recibiremos a palo seco". El Rey fue a inaugurar el Museo Guggenheim, pero no se le recibió a palo seco, sino con sones vascos. Particularmente me dan igual los himnos y las banderas (y me identifico con esos españoles que preferirían, en todo caso otro himno y otra bandera); lo que no puede ser es que la ikurriña sea sagrada y sólo un trapo la bandera del "Estado español".
Sucede que, en este asunto, como en tantos otros, las reglas del juego no están claras, y como no lo están, todo es motivo de conflicto, que es el agua de oro donde se bañan complacidos los nacionalistas. Ya hay otro motivo de reivindicación con la enseñanza de la historia, otro motivo para el victimismo. Todo se enrarece además con la peculiar situación política española, que obliga a la colaboración parlamentaria entre el partido hoy mayoritario y las formaciones nacionalistas.
Si a mayor abundamiento el partido en el Gobierno no controla a su derecha y permite espectáculos tan penosos como el de la reivindicación de una inexistente lengua valenciana o el del abucheo a Raimon en el desgraciado acto de homenaje al asesinado Miguel Ángel Blando, tendremos el, cuadro completo y bien completo. Aunque también es cierto que los nacionalismos nunca llegan más allá de los lamentos en estas cuestiones, que son teóricamente raigales: la mentalidad del vendedor triunfa al final sobre los principios, por muy sagrados que éstos sean. Los intereses mercantiles están por encima de cualquier otra consideración.
Los niños españoles tienen derecho a conocer toda su historia: con sus glorias y sus fracasos, con sus grandezas y sus miserias. El falseamiento de la historia es un hecho gravísimo del que pueden derivarse circunstancias irreparables. Lo peor de todo esto es que no sólo es el nacionalismo quien entra en liza contra la historia (y contra la geografía) de España. Más de una comunidad autónoma no histórica está fomentando una política de campanario verdaderamente lamentable al amparo de la llamada teoría constructivista, consistente en proponer un plan de enseñanza que parta de la realidad más próxima. Es bien conocida la anécdota de un libro de texto de Física que fue rechazado por el gobierno regional correspondiente porque en el enunciado de un problema ("Si la distancia entre X y Z es de tantos kilómetros...") se mencionaban dos localidades que no pertenecían al territorio autónomo. Y lugares hay donde el conocimiento de la geografía se limita en la práctica a la región, así como suena. Por lo visto, con el Ter como río le basta a un niño catalán y un andaluz va bien servido con el Guadalquivir y sus afluentes.
¿Es esto serio? Por de pronto, no sucede en ningún país de la Unión Europea. Y es falso que el progresismo consista en que, a la vista de la ausencia -feliz ausencia- de un nacionalismo español mayoritario, se deba dejar a los nacionalismos y a los regionalismos a su libre arbitrio en cuestiones que a todos nos afectan. Ser español, sin más -sin retórica, si énfasis ni grandilocuencias-, no es ningún desdoro, ni los españoles como tales ciudadanos hemos cometido ningún pecado contra Cataluña, el País Vasco o cualquier otra comunidad. El franquismo hizo mucho daño, pero nos lo hizo a todos; es verdad que a unos más que a otros, aunque eso es mejor no removerlo porque más de un nacionalista de relieve podría salir trasquilado. Tanto daño hizo que cuando acabó con la Segunda República se acabaron también los gobiernos autónomos de Cataluña y el País Vasco. ¿Tiene esto o no que ver con el carácter común de la historia de España?
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