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Manitú

Empleados del Ayuntamiento, por sorpresa, han colocado un banco callejero en el portal de mi casa y me han desgraciado la vida. Antes, ese trocito de acera era un mero lugar de paso que no invitaba a detenerse, pero ahora se ha convertido en un punto de encuentro muy solicitado. Entiendo que las personas necesiten un lugar donde meditar a cielo descubierto; entiendo que utilicen el banco para la merienda de los niños o para ensayar canciones de Espinete; todo se entiende, excepto algunas reuniones -sólo para mujeres- que suelen celebrarse a media mañana y de las que hasta los gorriones huyen. (Y llegó el momento de anunciar algo importante: me acollonan las feministas, de corazón lo digo, y me acollonan mucho, de manera que si alguien cree notar cierto canguelo en este escrito, ya le anticipo yo que está en lo cierto. Apuntado queda, y que Manitú me proteja por no retirarme a tiempo).Reuniones de mujeres, he dicho, y lo repito temblando, porque yo vivo con la puerta de la terraza abierta y soy capaz de identificarlas según aparecen por la esquina. Mi barrio es clásico, respetable, muy decente, y eso significa que la proporción de mujeres que a media mañana recorren sus calles es, respecto a los hombres, de 10 a 1. A esas horas, ellos se encuentran en la fábrica, en el bufete, en, la oficina, como manda el reglamento, mientras ellas se encargan del avío doméstico, lo que incluye, entre otras muchas cosas, hacer la compra. Y de aquí proviene mi angustia, ya que mi portal se encuentra bastante cerca de un supermercado, y al salir, pues eso, que estas buenas señoras se sientan en el banco y se cuentan cosas. Y uno, aun con riesgo de obtener una respuesta, se pregunta: ¿por qué hablan tan alto, tan deprisa y todas al tiempo? Ni Celia Villalobos les resistiría un asalto. Por otra parte, es justo mencionar que se lo saben todo: la última hora de los tenderos, los próximos nacimientos, las mejores ofertas de yogur, los recientes casos de gripe, etcétera. Alma de espía tienen estas mujeres, aunque se la trabajen a grito pelado. Pero ¡ojo!, que me estoy lanzando y me puede costar caro. Ellas me aturden, sí, aunque peores son los hombres cuando te arrinconan en una esquina y te empiezan a hablar de su nuevo 11 válvulas EGR atómico,. de su récord Las Rozas-Madrid, "chico, te lo juro: ocho minutos", de las humillantes palizas que les pegan a sus vecinos en la pista de tenis y de lo bien que distribuye el juego Fernando Redondo cuando Hierro le cubre las espaldas.

Estamos en paz, por tanto, y ahora sí puedo proseguir con las mujeres de mi banco, las cuales, pese a hablar tan alto, tan rápido y tan apretadamente, parecen entenderse de maravilla. Misterios de la naturaleza, que se complace en desconcertar a sus hijos. A veces, escondido entre las plantas de mi terraza, me dirijo a ellas de incógnito: "¡Ssshhh...!", dejo caer a mala leche, marcando el último golpe de voz, y las pobres se cortan. En mi opinión, ni. siquiera están seguras de que el siseo vaya por ellas, porque nunca me descubren, pero al menos consigo que moderen un poco los agudos. Un minuto después, sin embargo, ya han olvidado el incidente y vuelven a la carga con renacido ímpetu. Es el momento, pues, de tomar los auriculares y poner la música a toda castaña. De este modo, ni oigo el teléfono ni nada, pero al menos dejo de golpear las teclas a ciegas. Antes de que instalaran este banco, el sonido de la calle me llegaba en su justa medida: amable, cargadito de vida, aunque sin magullarme la intimidad. Como el mar, que nunca molesta. Un pitido aquí, un grito allá, un lejano runrún de ciudad. Los niños se reían y armaban sus buenos escándalos; ladraban los perros, rugía un armatoste, se anunciaba el afilador; pero ahora tengo la impresión de que las voces me hablan directamente a mí; y eso me hace perder el tino.

Los últimos fríos, sin embargo, me han devuelto la esperanza. El banco ya no está tan solicitado y sólo un vagabundo viene de vez en cuando a media noche. Es un tipo muy delgado. Y discreto, porque se va de madrugada y pocos vecinos están al tanto de su existencia. También el invierno le alejará de aquí, supongo, aunque quizá regrese en primavera. Buena suerte, entretanto, y que Manitú tampoco te olvide.

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