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De la dignidad

El presidente de la Audiencia Provincial de Bilbao, Joaquín Giménez, al ser informado de que figuraba entre los objetivos del recientemente desmantelado comando Vizcaya, manifestó que los terroristas podrían atentar contra su vida, pero que, por fuerte que fuese la intimidación, no le arrebatarían la dignidad de tomar por sí mismo las decisiones que considerase oportunas. No faltan ocasiones en que la idea que tenemos de nuestra propia dignidad nos lleva a arrostrar desventajas, sufrimientos y hasta, si se tercia, arriesgar la vida, que perdería todo valor si nos viéramos despojados de este sentimiento.En este ejercicio de la libertad consiste la dignidad de la persona que nos impele a hacer o a omitir determinadas acciones, pagando a menudo por ello un precio, más o menos alto, pero que al fin desbarata el supuesto de que el único comportamiento razonable sería aquel que nos favorece, con el objetivo principal de salvaguardar la vida a todo trance. La noción de la propia dignidad, tal como la expresara en el siglo XV Pico della Mirandola, por resbaladiza que pueda ser en sus concomitancias platónicas, tiene al menos la virtud de aniquilar los intentos de hacer reposar la ética sobre un egoísmo, mejor o peor entendido.

Tenemos una idea de nosotros mismos tan elevada -magnanimidad, generosidad, la llamaba Descartes, traduciendo la categoría aristotélica de magalópsikía- que nos obliga a un determinado comportamiento, sin considerar los costos que de ello se deriven. "Creo que la auténtica generosidad, que hace que una persona se estime en el punto más alto que pueda legítimamente estimarse, consiste tan sólo en que conoce que no hay nada que le pertenezca tanto como esta libre disposición de su voluntad", escribe Descartes en Las pasiones del alma (artículo 153), observación que puede explicar comportamientos que claramente nos perjudican, a la vez que desentrañar el concepto renacentista de la dignidad humana: hago lo que libremente pienso que debo hacer, según corresponde a la alta idea que tengo de mí mismo, sin dejarme influir por las presiones externas, sea cual fuere el precio que por ello tenga que pagar.

Desde un discurso ético que se mantenga en la abstracción de los principios, resulta fácil admirar a los disidentes que se han enfrentado a los poderes establecidos, repitiendo con Lutero el "aquí estoy, no puedo hacer otra cosa". Mirando hacia atrás con la óptica de la historia, a nadie se le oculta lo mucho que debemos a los que se atrevieron a actuar según el veredicto de su conciencia, dispuestos a pagar el precio que se exige cuando ésta se opone a los intereses dominantes. Se dirá que la ejemplaridad bien está en los libros de moral o de historia, pero resulta insoportable cuando se detecta a nuestro alrededor en cuestiones triviales de la vida diaria. Quién aguantaría a gentes tan pretenciosas que, apelando a principios abstractos de justicia o de hombría de bien, anteponen su conciencia al provecho del grupo social al que pertenecen. El profesor que no vota al candidato que impone el departamento, o que no está dispuesto a hacer prevalecer las recomendaciones que vienen de arriba; el afiliado que protesta por los desmanes de su partido, al que se le aísla como a un apestado, aunque años después todos compartan sus críticas y nadie se acuerde del que las denunció primero; el columnista que marca distancia con la línea de su periódico, sin instrumentarlo para un cambio de empresa; el juez que desde una idea inquebrantable de la justicia se enfrenta al Estado y luego al espíritu de cuerpo de sus colegas, son ejemplos que hemos vivido de cerca y que, lejos de levantar nuestra admiración, tendemos a interpretar de manera tan mezquina como malévola.

En un país en el que la única creencia compartida es que cada cual va a lo suyo, cualquier comportamiento, anómalo o excepcional, en el que no logremos mostrar contenidos espurios, lo atribuimos a un ego infinito, a una vanidad sin límites o a los primeros síntomas de la locura. Con no disimulada ironía apelamos al discrepante para que vuelva al redil de los conformistas. Es grotesco empeñarse en ser de mejor pasta que el resto de los mortales, le gritamos a la cara, furiosos por su afán de distinguirse, pero también con una buena dosis de conmiseración ante tanta candidez.

Uno de los rasgos más constantes de la sociedad española -Ortega insistió en ello hasta la saciedad- es negarse a aceptar cualquier forma de ejemplaridad. Los elogios suenan siempre a falsos, de ahí que se prodiguen, dirigidos no tanto a enaltecer a unos como a ningunear a otros. Se cae en el más espantoso de los ridículos, si se menciona a personas de nuestro entorno a las que, sin ocupar puestos en la cúspide, expresamos nuestra admiración por la fidelidad a la idea que se hacen de ellos mismos. Recuerdo un caso ya lejano que hasta hoy me sigue impresionando. Un político socialista, cuyo nombre seguro que ya nada dice a los jóvenes, Luis Gómez Llorente, en su día miembro de la ejecutiva federal y vicepresidente del Congreso de Diputados, renunció a una segura carrera política porque la línea que había elegido su partido contradecía sus más íntimas convicciones y su conciencia no le permitía apoyarla, pero tampoco combatir a un partido que, aunque equivocado, consideraba el representante legítimo de la clase obrera. Tuvimos agrias discusiones porque la línea que él rechazaba era precisamente la que yo entonces defendía, además de que no compartía su lógica de total adhesión o absoluto apartamiento, pero respetaba su congruencia y me dolió comprobar que, lejos de considerarse ejemplar una conducta semejante -en un político las ideas deberían prevalecer sobre su afán de hacer carrera-, se lanzasen las más torpes sospechas para explicar su retiro y posterior silencio.

La persona que tenga la osadía de anteponer su dignidad a su conveniencia se verá envuelta en mil batallas, con enemigos en todos los bandos en liza, dispuestos a encontrar una explicación difamatoria para su comportamiento independiente. Por mucho que desde el Renacimiento se proclame como valor supremo el libre desarrollo de la individualidad, de hecho estamos inmersos en grupos -familia, círculo de amigos, relaciones profesionales- que marcan límites bien precisos a nuestra libertad. Saltan chispas en cuanto la conciencia individual tropieza con los usos y normas de los grupos en cuestión, y se produce una inevitable explosión si nos empeñamos en seguir los imperativos que dicte la conciencia.

Con las instituciones democráticas nos protegemos bastante bien del poder arbitrario del Estado, pero nos hallamos por completo a la intemperie ante la presión social que nos impone opiniones y comportamientos de los que disentimos. Tanto es así que, como bien puso de relieve John Stuart Mill, estamos mucho mejor protegidos contra el despotismo político que contra el social, ya que no sólo carecemos de instrumentos jurídicos de defensa -en un Estado de derecho es más fácil dar cara a las agresiones del Estado que a las que provengan de los distintos grupos sociales-, sino que incluso muchos ni siquiera los echan de menos. La amenaza más fuerte contra la libertad individual proviene hoy de los poderes sociales que, justamente en un momento en que sin cesar van conquistando posiciones a costa del Estado, importa identificar.

La descomposición gradual de la familia la ha despojado en gran medida del papel de primer represor que tuvo en el pasado, así como la masificación de la sociedad, cada vez más un magma amorfo y anónimo, ha reducido la anterior presión social vinculada al estatus. A estas alturas no cabe la menor duda de que el poder social con mayor capacidad de cercenar la libertad individual se encuentra en el ámbito económico, en las grandes sociedades que controlan la producción y distribución de bienes y opiniones. El verdadero peligro consiste en que el ciudadano quede por completo absorbido por el consumidor. Consumimos mercancías de toda clase, pero también imágenes, ideas, opiniones, un nuevo campo que ha saltado al mercado con la revolución de las comunicaciones, concentrando las mejores expectativas de ganancia, a la vez que las de mayor incidencia social. En un mundo en que terminemos por abastecernos exclusivamente en las grandes cadenas de supermercados, que irán integrándose en una red cada vez más tupida de intereses, y no penetre otra opinión que la que propaguen las grandes empresas multimedia, la libertad real del ciudadano, sean cuales fueren las garantías de las libertades civiles y de las instituciones democráticas, quedará reducida a su mínima expresión.

Una de las personas más inteligentes y cínicas que conozco -la inteligencia entendida como el arte de saber adaptarse a las circunstancias y el cinismo que sustituye el plano del deber ser por el de lo que es realmente-, refiriéndose a este puñado de españoles que no pueden evitar moverse al dictado de su conciencia, me decía que son gentes peligrosas, y tanto más cuanta más alta sea la función que desempeñen. No se me oculta que en esta apelación a la dignidad hallamos gentes de muy distinto pelaje -también querellantes, resentidos o sencillamente imbéciles- que producen sin cesar conflictos innecesarios, pero pienso con Mill que una sociedad no puede avanzar sin el empuje que proviene de estos individuos que, a menudo nadando contra corriente, se sienten impelidos a hacer lo que creen necesario. Cabe mantener un gramo de esperanza, mientras en cada uno de los ámbitos sociales -la política, la administración, el mundo empresarial, la investigación, la enseñanza- no falten unos cuantos individuos, fieles a la alta idea que se hacen de sí mismos, que les obliga a un comportamiento estricto, sin que consideraciones personales o intereses del cuerpo o grupo social al que pertenecen influyan en sus determinaciones. Ahora bien, este tipo de gentes sólo podrá granar en una sociedad que, en vez de zaherirles y ningunearles, enseñe a admirar lo que realmente sea digno de admiración. Lección que no puede impartir el Estado, ya que la verdadera ejemplaridad suele darse en el enfrentamiento de la conciencia individual con el poder establecido, sea éste social o estatal. Echo a faltar un ámbito público en donde pudiera reflejarse algo tan extraño, al menos en España, como la ejemplaridad de unas cuantas personas que tienen tan elevada idea de sí mismas que actúan simplemente por dignidad.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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