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Carmen, bodeguera

Se trata de uno de tantos sucesos que se inician en Madrid, nadie sabe por qué, de misterioso o turbio origen, crecen, duelen, irritan y unas veces llegan a término y otras quedan en grado de tentativa. Los inquilinos de esta columna, echamos, de vez en cuando, un cuarto a bastos, por sí el clarinazo periodístico alcanza algún eco. Joaquín Merino trina, en especial, por las acacias y plátanos exterminados; Millás, Sorela, Alpuente, Lafora, Vidal tiran estocadas a fondo, pero hemos de rendirnos a la evidencia. Nuestros ediles no se enteran de lo que pasa en Madrid, ni siquiera por la prensa y los demás. medios; cunde la sospecha de que no leen, no ven, no escuchan. Predicamos en un desierto municipal y espeso.A lo largo de varias semanas, mi vecina, la bodeguera de la calle de Francisco de Rojas, ha interpretado el papel de Juana de Arco chamberilera, lesionada en sus intereses. La calle va a ser horadada, para convertir sus adentros en otro aparcamiento, cuya necesidad no discutimos ahora. Tras las sólitas martingalas de feria, con la alevosía de la prepotencia, que es la más detestable, alguien dio, la orden de ataque. La población civil, o sea, los comerciantes y vecinos, no fue suficientemente prevenida y tuvo remate la primera fase, que consistió en arrancar los jóvenes árboles, mimados durante apenas un quinquenio, estrechar las aceras y desplazar la parada del autobús.

El signo externo y permanente lo representaba una barrera o valla, sobre vástagos de hierro y alambres entrecruzados, que sobrevivió al repliegue de la maquinaria pesada. Era el mero símbolo de la ocupación, ya que, desde el comienzo del verano, cesó toda actividad. Sigilosamente se desvanecieron las apariencias. En la garita o caseta del material ligero y los guardas, dejaron de comparecer los vigilantes.

La suspensión de hostilidades no significaba la paz ni el desistimiento de los siniestros propósitos. Parecía alcanzado el objetivo: encoger aceras, descuajar árboles y cambiar de sitio la parada. "Ésta fue mudada a la calle de Mejía Lequerica, tramo en acusada pendiente, con sólo dos portales a la vista. Los usuarios, en cualquier dirección -entre los que, rencorosamente, me hallo- han de subir a la ida o a la vuelta, bajo el sol inmisericorde de aquellos meses estivales. Una solemne merluzada.

Carmen, la bodeguera, se estrelló contra el Muro -así, con mayúsculas- de la indiferencia consistorial; el propio alcalde ha comentado que la supuesta ruina de su negocio no era para tanto. Los demás comerciantes siguen, con interesada curiosidad, la peripecia y los vecinos, que son escasos y de lleno en la tercera edad, tienen el corazón con ella, pero nada más. Parece haber ganado una batalla, la guerra sigue.

La situación no podía pasar inadvertida para las hordas del viernes y sábado noche. ¿Qué pintaba la innecesaria barrera, la erguida e inútil valla? Una provocación, sin duda. Enardecidos por el calimocho, la derribaron, en casi toda su extensión de la calle. El lunes inmediato, aquella vergüenza seguía por los suelos, habilidosamente esquivada por automovilistas y peatones. Alguien telefoneó a la tenencia de alcaldía y apenas 35 minutos más tarde se personó una rutilante pareja de motoristas: casco, bota alta, correaje y pistola. ¿Levantar la valla, pero qué se habían creído? El uniformado no puede realizar tareas manuales y eso debería ser inculcado a los civiles desde la cuna. Desaparecieron y media hora después llegan otro par de lo mismo, sin que variara en comportamiento. Varios comerciantes, vecinos y algún munícipe, pusieron manos a la obra, colocando la barrera en posición vertical, bajo la aprobadora mirada de los bizarros agentes.

En la madrugada siguiente, con la discreción y eficacia de una operación del Mosad, las vallas desaparecieron de la calle de Francisco de Rojas, como si nunca hubieran existido. Ya que no devolver. el ancho de unas aceras, por la que, repetimos, casi nadie pasea, esperamos con impaciencia la prometida restitución de los arbolitos y que la parada del autobús vuelva al lugar de donde jamás hubiera debido ser desalojada. Es lo menos que podría hacer el señor alcalde, cuya vida guarde Dios muchos años y a quien nunca hemos visto el pelo por estas vecindadas.

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