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Tribuna
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Paseo en burro con Casares

Manuel Rivas

Cuando un gallego desembarca o aterriza en Irlanda lo primero que le llama la atención son las postales turísticas. Muchas de ellas son paisajes de lluvia y niebla. Hay una, muy irónica, de un hombre desnudo con paraguas. Los irlandeses ofrecen con humor su lluvia al visitante. Por el contrario, la propaganda turística de los organismos gallegos ha tratado siempre de ocultar la lluvia y el envoltorio sedoso de las brumas atlánticas. Al hombre del tiempo se le vigila como a un agente enemigo. Quizá no llueva tanto como pronostica, sobre todo en el trópico de las Rías Baixas, pero la lluvia, en un mundo que se desertiza, es una riqueza y un bonito emblema que es absurdo esconder. Hay quien sostiene que el agua será el petróleo del siglo XXI.Asistimos ahora a una incipiente revolución en la imagen gráfico-meterológica de Galicia. Por fin aparecen postales turísticas con lluvia y gentes con paraguas. El paraguas es para el gallego un tipismo útil, una antigüedad posmoderna. Habría que encargarle a César Portela o a Manuel Gallego, los Frank Gehry autóctonos, un Guggenheim en forma de paraguas.

Hoy llueve en Galicia. Un paraguas, un voto. Votando bajo la lluvia. Es una lluvia horizontal, que va a lomos del viento atlántico. La lluvia que añoraba María Casares.

Estevenson escribió un maravilloso viaje en burro por Bretaña. Hace dos años, hablamos de ese libro en su modesto apartamento, un refugio bohemio, de la rue Asselin de París. Ella tenía una casita de campo y tenía también dos burros con los que, decía entre risas, mantenía interesantes conversaciones. La gran dama de la escena, la musa del existencialismo, compañera y amante de Albert Camus, conservaba toda su vitalidad de mujer rebelde. En el que sería su último papel, representaba al mismísimo rey Lear. Pero la mirada se le nublaba cuando hablaba de Galicia. Los críticos alababan su forma tan especial de entonar el francés y ella lo atribuía al acento gallego. De niña, recordaba, su padre le leía poemas en gallego para arrullarla. Su padre era el republicano coruñés Casares Quiroga. Durante el franquismo, un gobernador ordenó que se borrara su nombre del Registro Civil, como si nunca hubiera nacido. La gran biblioteca de los Casares ardió quemada en una pira. Sólo se salvaron, porque ella los había metido en su equipaje a Madrid, las obras completas de Shakespeare y los poemas de Curros Enríquez. Toda la vida le siguieron como un amuleto y allí estaban en la estantería de la rue Asselin, como el ajuar salvado de un terrible naufragio.

María Casares estuvo en España, una vez restaurada la democracia, pero nunca quiso volver a Galicia. Decía que deseaba mantener intactos, como un sueño vivido, los recuerdos de la infancia. La bahía coruñesa. El bosque de Montrove. La lluvia atlántica. Un paisaje mental que la sostenía en la vejez. Muchos lo intentaron, su regreso. Yo mismo, por cortesía, le sugerí un viaje de incógnito, incluido un paseo en burro como aquel de Estevenson por Bretaña. Se rió, pareció pensarlo y, con sutileza, cambió de tema.

La radio informa de que en el día de reflexión Manuel Fraga jugó al dominó. Abel Caballero vio un partido de fútbol por televisión y Xosé Manuel Beiras tocó Brahms al piano. El hombre del tiempo anuncia lluvias y, en efecto, llueve y llueve. Dicen que afecta al reúma y a los índices de participación electoral. Pero yo creo que afecta a los recuerdos. Un brindis de lluvia por María Casares, la mujer rebelde que nunca volvió.

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