Viene el cortejo
Hay que reconocer que no resulta esta ciudad marco adecuado para grandes cortejos nupciales o funerales, no hay desfile que pueda quedar lucido en este paisaje volcánico que se abre en innumerables cráteres, aquí donde rugen las entrañas de la tierra horadada por máquinas insomnes. Madrid agujero negro, pozo insondable, territorio vallado y sellado, acotado de obras y zozobras no está para juegos olímpicos ni ritos apolíneos; en el calendario de ferias y festejos, en el reparto de ceremonias y conmemoraciones, a Madrid le ha tocado el paquete más comprometido e incómodo, el de las manifestaciones multitudinarias, ya sean reivindicativas o deportivas, eventos indispensables en el desarrollo de la vida social y política del país, pero cuya acumulación produce perniciosos efectos sobre el desarrollo de la vida cotidiana de los ciudadanos incrementando los niveles del caos consuetudinario en el que vive sumida la urbe desquiciada.Imaginen por un momento las calles del centro de Madrid como escenario de un gran desfile nupcial, pomposo y ceremonioso. Los coraceros de la escolta haciendo artísticas cabriolas sobre sus monturas y franqueando vallas y zanjas como si estuviesen. en un concurso hípico de obstáculos, mientras la feliz pareja bota y rebota graciosamente sobre el asiento trasero del descapotable y el conductor lamenta en voz baja que el protocolo haya desaconsejado el uso de un vigoroso todoterreno con tracción a las cuatro ruedas.
La multitud se apelotona en las aceras, se cuelga de las grúas y vitorea desde la plataforma de las excavadoras que inclinan sus palas, silenciosas en señal de respeto. Ciudadanas y ciudadanos desplazados por la masa expectante se despeñan en profundos socavones y trincheras y pronto el ulular de las sirenas se sobrepone al clamor de los claros clarines del cortejo. A pie de una obra emblemática la comitiva nupcial hace una pausa y una pareja de castizos baila ante los novios el chotis sobre uno de los miles de ladrillos esparcidos por los alrededores. Antes de despedirse la pareja es obsequiada con los cascos de plástico amarillo que han lucido durante el acto folclórico como medida de precaución ante posibles desprendimientos.
Al llegar a una bifurcación marcada por múltiples, engañosas e incluso contradictorias señales de tráfico, la mitad del cortejo toma por un desvío equivocado y se sumerge en lo más espeso del tráfico. Los caballos de los coraceros caracolean nerviosos, se suben a las aceras, golpean con sus cascos las corazas de los automóviles. Una furgoneta aparcada en doble fila impide el paso de la mermada comitiva, el conductor no aparece, la grúa tardará en llegar porque hay muchas calles cortadas al tráfico con motivo del festejo.
Mientras, la otra mitad, avisada del extravío, se detiene y aguarda a que se recomponga el cortejo, de plantón en la calzada de una gran avenida, bajo un sol de malicia. La multitud vitorea a los novios, a los padrinos a sus hermanos, cuñados, parientes y amigos, grita hasta enronquecer y queda muda y exhausta, con la garganta seca y el repertorio de vítores agotado. En la basílica donde se celebrará el enlace, cuyas obras de acondicionamiento terminaron el día anterior, algunas invitadas descubren que se han sentado con sus mejores galas sobre un banco recién pintado y desean que se las trague la tierra, que se abra un socavón más bajo sus pies.
La visualización de semejante maremágnum virtual compensa de alguna manera los efectos del empacho, las secuelas de la más empalagosa tarta nupcial y audiovisual, adulterada desde la base por comentarios triviales, nimiedades hinchadas, pormenores engrosados hasta convertirse en noticias de primera plana, glosas improvisadas e improcedentes de dinastías y genealogías, y toda clase de genuflexiones verbales y gestuales, de cortesanías forzadas o fingidas por inexpertos e improvisados cronistas de sociedad, asesorados por untuosos lechuguinos versados en ringorangos heráldicos y palanganeos palaciegos.
De producirse un evento de similares características en Madrid, la retransmisión habría que encargársela a Berlanga antes que a Pilar Miró.
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