Dylan, y Bach
Durante los años sesenta se produjo un remake de los veinte, cual inventario de causas justas aplazadas, esta vez sin dramatismos prebélicos, sin ni siquiera excesiva conciencia de vivir un periodo de entreguerras, aunque se cerniera sobre todos la amenaza nuclear, tan metafisica. Las nuevas vanguardias querían ser lúdicas, se lo debían casi todo a un puñado de posmarxianos, a Rimbaud como espíritu de la Comune y a la píldora anticonceptiva o el diafragma. Una nueva esperanza laica se convertía ensperanza laica se convertiría en arma arrojadiza contra las teologías: el socialismo real real, las iglesias realmente existentes o el capitalismo. Zappa anunciaba la revolución, pero avisaba que no sería televisada, mientras Bob Dylan convocaba al hombre nuevo, mitad hippie mitad desertor.Y va el otro día Dylan y se pone a cantar ante un Papa que simboliza el reflujo del alma creativa de los sesenta, el anticonciliar metomentodo, el profeta polaco armado con la bomba demográfica. El miedo fin de milenio es el miedo de Dylan, converso accionista en inversiones de Paraíso, SA, y no apuesta por un catolicismo cristiano, yo ya me entiendo, sino por catolicismo con silicio y llave en el ropero. Dylan ha metido sus canciones en el saco del Jehová más amenazador y en cierto sentido ha dejado sin música a dos promociones de justos laicos.
He vuelto a Bach. Me fui a ver el espectáculo de Carles Santos La pantera imperial, dramaturgia de solistas sexuados y piano autómata castrador, sobre música de Bach, pero en el fondo sarcasmo sobre la cultura como inquisición. Uno de los mejores espectáculos que he visto en mucho tiempo, un Amarcord de constructivo, sadomasoquista, del Carles Santos, en el que interpreta a Bach de rodillas entre dos pianos, y el tenor Antonio Comas lo canta entre dos tormentos de la bañera. El espíritu siempre miente armonías entre dos guerras, dos torturas, dos inquisiciones.
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