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De espíritus y fantasmas

En un sistema político democrático, con las urnas como paso obligado en el camino hacia el poder, carece de sentido reprochar a los partidos que aprovechen cualquier coyuntura propicia para aumentar su atractivo electoral. No es menos cierto, sin embargo, que cuando la coyuntura tiene su origen en un hecho cargado de emociones y capaz de borrar, aunque sólo sea por un corto lapso de tiempo, las diferencias propias de cualquier sociedad pluralista su manipulación partidaria levanta un justificado rechazo y corre el riesgo de volverse contra sus autores.Algo de esto ha ocurrido con el espíritu de Ermua y su súbita reaparición como fantasma de La Moncloa. Si la salida de la gente a la calle tuvo en Ermua un significado más allá del lugar y del tiempo en que acaeció fue porque allí se produjo lo que puede llamarse con toda propiedad la presencia de un espíritu, en el sentido que esa palabra tiene en política, o sea, como fusión de voluntades mis allá de las legítimas opciones partidarias de cada cual. Espíritu de Ermua hubo, porque la voluntad de los manifestantes se fundió en un objetivo común y concreto: levantar una barrera contra la barbarie nacional/fascista que la sociedad vasca y el Estado español sufren desde hace ya demasiado tiempo.

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Rara vez un espíritu de este tipo aparece en la política de las democracias consolidadas. Lo normal es que las manifestaciones se convoquen a una hora determinada, se encuadren por servicios de orden, se dirijan a un lugar previamente designado, terminen con la lectura de unas reclamaciones y luego cada cual vuelva a casa como quien ha asistido a un rito de consecuencias previsibles. Si en Ermua hubo algo más que un rito fue porque, una vez disuelta la manifestación, los ciudadanos permanecieron vigilantes, convencidos de que no habían rematado la tarea; que quedaba todavía algo por hacer y que ellos mismos, si querían, podían hacerlo.

Lo que Ermua puso de manifiesto fue que no bastan manifestaciones rituales para contener al fascismo nacionalista; que era preciso hacer algo más. El instinto político de su alcalde situándose al frente de los manifestantes evitó quizá que explotara toda la carga de aquella forma no ritualizada de manifestación, pues cuando una multitud siente la urgencia de hacer algo, y decide hacerlo, suele dirigirse iracunda contra sus opresores con ánimo de someterlos a linchamiento. Aquella noche, las gentes del entorto de ETA tuvieron que echar los cierres de sus tiendas y cerrar sus ventanas, Aquella noche, porque se hizo presente un espíritu, el miedo cambió de bando.

De ese espíritu son los que derrocan regímenes, como en España en abril de 1931; o como en los países comunistas en el verano de 1989. Ése es el espíritu que cierra la boca de los equidistantes y de los cómplices más o menos larvados, y obliga a definirse, a decir de parte de quien se está, si con los verdugos o con las víctimas. Dirigentes políticos y eclesiásticos, normalmente tan locuaces -Egibar, siempre al quite; Setién, siempre de pulcras simetrías-, se borraron ante la aparición de aquel espíritu: también a ellos podía arrastrarles la marea. Fue Ardanza, un valor político amortizado, el único que desde la dirección del PNV tuvo reflejos para encontrar el tono y el contenido apropiado.

Todos tuvieron la convicción de que algo había cambiado. Pero esos espíritus no son eternos: se manifiestan y luego dejan paso otra vez a la rutina, a la política convencional. Y entonces, de la forzada coyunda del espíritu con los manejos partidistas brota un espantajo, un fantasma. Los hay de diverso tipo, aunque nadie podía imaginar que el engendrado en La Moncloa se manifestara en las rídiculas gesticulaciones exigidas por la memorable etra de Macarena. Pero todo tiene una explicación: Aznar y señora, con el espíritu aún aleteando, Creyeron que había comenzado la campaña electoral y se dispusieron a imitar a la gran pareja americana.

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