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El equipo médico habitual

En uno de sus más conocidos artículos, George Orwell llegó a la sorprendente conclusión de que se podía ser profeta e incluso llevar una vida en apariencia ajetreada y, en realidad, ser un comodón digno de envidia. La Biblia cuenta la aventura de Jonás, transportado en el seno de la ballena y depositado luego en una playa. Lo hace para ponderar sus sacrificios y riesgos, pero Orwell pensaba que el Jonás real e histórico, lejos de haber vivido su peripecia como una desgracia, lo pasó bastante bien. A fin de cuentas -pensaba-, el húmedo estómago del cetáceo resulta cómodo, agradable e incluso puede ser hogareño. En el vientre de la ballena uno se encuentra en un espacio acolchado, protegdo, por decímetros de grasa y con los ruidos exteriores convertidos tan sólo en un runrún de fondo. No hace frío, una tormenta que hundiera la VI Flota norteamericana apenas si resultaría perceptible y los propios movimientos del animal se traducen en un suave vaivén que adormece. Jonás, en fin, no pasó por ningún mal trago. Bien mirado, en comparación con sus compañeros, ni siquiera tendría méritos para ingresar en el sindicato de profetas.Orwell se refería con esta metáfora a aquellos novelistas, como Miller, que se encierran en su propio mundo y se olvidan de que tienen a su alrededor un entorno en que suceden cosas respecto de las que debieran tomar una postura. En realidad, la ballena no sólo no les ha agredido, sino que ellos se han instalado allí para llevar la vida confortable, grata y despreocupada de un orondo burgués autosatisfecho.

La metáfora de este animal marino no vale sólo para los novelistas, sino también para los políticos Quien pertenece a esta profesión sabe de sobra que resulta una molestia que la gente no perciba los desvelos propios por la patria. A veces, incluso, el público intepreta como megalomanía narcisista lo que es producto del sacrificio. La culpa la suelen tener esos indocumentados periodistas que, a la menor oportunidad, desvelan los aspectos más pudendos de la vida pública. Construir una ballena a su alrededor siempre resultará una tentación para los profesionales de la política. Y, además, tendrán motivos sobrados para justificarla: gracias a tamaña protección, se pueden dedicar con mayor entusiasmo a servir al Bien Común, su único y verdadero desvelo.

El autor de estas líneas es, de natural, bondadoso y, por tanto, ha tardado en llegar a creerse que exista el propósito de configurar un grupo mediático destinado a servir de ballena de La Moncloa. Pero no es totalmente idiota. Andaba uno preocupado por esa tendencia de la televisión pública a entregar los programas a los suyos, sean caricatos, señoras macizas, proféticos economistas, sociólogos barbados, señoritos graciosos o admiradores extravagantes de José Antonio. La repetición de los nombres en el equipo habitual de TVE resulta tan monótona como los partes informativos del Franco agonizante. Alguien puede pensar, con ingenuidad, que esta propensión quizá es una mezcla de la, actitud infantil que consiste en no darse cuenta de que el otro existe y un cierto complejo de inferioridad, a lo peor justificado. Pero, por desgracia, en cuanto se inicie la ya previsible catarata de compras en los medios de comunicación, toda esperanza de error en el diagnóstico parecerá desvanecerse de modo definitivo.

Ante la fuerza del dinero esgrimamos la palabra, empezando por los calificativos y con la prudencia del condicional. Esa pretensión que aparece clara en el horizonte sería inédita: a los socialistas franceses no se les ha ocurrido comprar, por vía indirecta, Le Figaro como a Leopoldo Calvo Sotelo no se le ocurrió intentar hacerse con EL PAÍS. Resultaría doblemente inmoral porque la operación se haría con dinero ajeno. Se revelaría cínica porque ni siquiera quienes la justifican se creen sus propios argumentos. Aparecería como vergonzosa porque quienes la contemplaran no podrían menos de ruborizarse descubriendo que en su país puede suceder algo que creería imposible en latitudes más hirsutas.

Y, por si fuera poco, acabaría mal. Engendraría odios africanos y heridas poco restañables en una profesión de por sí belicosa. Ahondaría la lucha política el el entorno de un Gobierno de mayoría precaria y aliados parlamentarios dubitativos. Fracasaría a medio plazo desde el punto de vista económico. Y a quienes un día creímos que este Gobierno podía ser verdaderamente liberal y de tal ante centrista nos quitaría ya la última brizna de esperanza.

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