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Oriente Próximo, treinta años después

Uno de los libros más atrevidos de investigación y razonamiento histórico que se han publicado en Estados Unidos es el de Arno Mayer, un profesor de Princeton que en 1981 publicó La resistencia del viejo régimen: Europa hasta la gran guerra. El razonamiento de Mayer consiste en que después de 1789, y a pesar de un siglo de revoluciones contra la monarquía, la aristocracia y la Iglesia, la estructura establecida, casi feudal, de Europa continuó hasta bien avanzado el siglo XX con las antiguas élites, las grandes culturas tradicionales y los rituales de autoridad que preservaban su importancia frente a las incursiones de la industrialización, la creciente burguesía y una tendencia irresistible hacia la democracia popular.Si alguna vez existió otro caso de un viejo orden sobreviviendo a su época, es el del mundo árabe posterior a 1967. Para todos los árabes o israelíes de la época, la guerra de junio marcó uno de los grandes cambios decisivos de la historia contemporánea de Oriente Próximo. En cuestión de horas, las fuerzas aéreas egipcias y sirias fueron destruidas en tierra por un ataque militar israelí anticipado; grandes extensiones de terreno -el Sinaí, Cisjordania y la franja de Gaza, los altos del Golán- fueron ocupadas por el Ejército israelí, muchos miles de soldados árabes perdieron la vida, algunos de ellos (según nos hemos enterado en los últimos dos años) asesinados por las tropas israelíes siendo prisioneros de guerra indefensos; toda una estructura de ideología militarista quedó desacreditada en el mundo árabe, aunque fue justificada en Israel; el Estado judío se convirtió en el poder regional dominante, gracias en parte a su alianza con Estados Unidos, mientras que la Unión Soviética, cuyas armas y respaldo político habían apoyado a los regímenes sirio y egipcio, fue la gran perdedora hasta que durante la guerra de 1973 sus aliados regionales recuperaron en parte su reputación.

La gran ironía radica en que cualquier régimen árabe de importancia sigue básicamente igual en la actualidad, 30 años después de la mayor derrota colectiva de la historia árabe. Es cierto que casi todos los gobiernos han traspasado su lealtad a Estados Unidos, y países antes beligerantes -Egipto, Jordania y la Organización para la Liberación de Palestina- han firmado acuerdos de paz con Israel. Pero la estructura de poder en el mundo árabe sigue siendo la misma, con las mismas oligarquías, cuadros militares y élites tradicionales que siguen teniendo exactamente los mismos privilegios y tomando el mismo tipo de decisiones generales que tomaban en 1967. El rey Hussein celebró recientemente el aniversario de la guerra de 1967 dirigiéndose a su pueblo por la radio. La guerra, dijo, fue un lamentable error, producto de una mala planificación y coordinación, de estrategias irreflexivas y de estrepitosa propaganda. El comentario que no se hizo (o no pudo hacer) fue que la situación árabe actual no es realmente nada mejor que la de 1967. Si a finales de mayo de 1967 las ondas estaban llenas de propaganda de la victoria árabe en esa guerra, hoy las ocupa el coro vociferante y no menos fraudulento de alabanzas al "proceso de paz", que todavía está por recibir algún apoyo popular general o algún beneficio que no sea para Israel.

Prácticamente todos los países árabes grandes e importantes han celebrado elecciones y tienen parlamentos, pero la democracia en el verdadero sentido de la palabra sigue manifiestamente ausente: el gobernante sigue controlando la política exterior, la defensa, las cuestiones presupuestarias y la seguridad global. La libertad de expresión sigue siendo un lujo, dado que los periódicos y las emisoras de radio y televisión controlados siguen siendo la norma para la abrumadora mayoría de los ciudadanos. Y en cuanto a las libertades personales, los datos no son menos desoladores ni menos subdesarrollados de lo que eran en 1967. La tortura, la detención sumaria y las deplorables condiciones penitenciarias existen en todas partes, igual que los equipos de policía secreta que operan sobre la base de un antiterrorismo asociado por rutina con el islamismo, el azote co mún de los gobernantes árabes y sus homólogos occidentales e israelíes.

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La mera longevidad del viejo orden resulta aún más sorprendente cuando repasamos los disturbios de los últimos 30 años. Porque no sólo mantuvo Israel de hecho su ocupación de Cisjordania y Gaza (el 90% de la primera y el 40% de la última) a pesar del proceso de paz, sino que se libró una importante guerra en 1973, seguida de un embargo de petróleo que elevó su precio hasta niveles inimaginables; la OLP surgió como una fuerza política y -durante cierto tiempo en Jordania- militar a tener en cuenta, hasta que la guerra civil del septiembre negro de 1970 en Jordania puso fin a su presencia allí y le dio vida renovada en Líbano; la guerra civil libanesa comenzó en 1975, arrasó el país y acabó con unas 150.000 vidas antes de que el acuerdo de Ta'if solucionara las cosas en 1990; Israel invadió Líbano en 1982 (hubo una incursión anterior en 1978), expulsó a la OLP, destruyó y luego ocupó parte del sur de Líbano con un coste de 20.000 bajas civiles que incluyeron a centenares de refugiados palestinos indefensos asesinados en los campos de Sabra y Chatila; la revolución islámica de Irán introdujo un nuevo factor en la política posterior a 1967, primero como sostén de la resistencia palestina y luego como promotor de grupos guerrilleros locales como Hezbolá en Líbano Sur, que por sí solo, entre otros movimientos militares árabes, ha llegado a una posición de tablas con las fuerzas de ocupación israelíes; la Intifada palestina comenzó en 1987 y, por primera vez desde que se inició el conflicto entre el pueblo palestino y el sionismo, obligó a los líderes israelíes a reconocer la inevitabilidad política de este pueblo.

Aunque los disturbios y la volatilidad parecían presagiar el cambio más radical imaginable, la característica más llamativa del escenario político ha sido el poder del viejo orden árabe, de Estados Unidos y de Israel para contener y cortar de raíz cualquier desafío serio. Cada sucesor de un predecesor importante ha sido una versión

reducida de lo que hubo anteriormente; a Abdel Nasser le sucedió Anuar el Sadat; a Sadat, Hosni Mubarak, una figura militar tras otra, con menos aptitudes y menos carisma según la línea iba avanzando. Al nacionalismo árabe le sucedieron los patriotismos locales, que ajustaron la geografía a unas fronteras menos generosas y patrulladas más rígidamente. En ninguna parte ha habido una oposición más desesperada y criminal a esta tendencia que en el Irak baazista, para el que su vecino estaba hecho de la misma materia que los falsos sueños bismarckianos. La ocupación iraquí de Kuwait en 1990 y la guerra del Golfo de 1991 constituyeron la mayor crisis de los años posteriores a 1967, la que sacó a la luz las tremendas desavenencias existentes entre los árabes, la que puso de manifiesto el vacío moral del llamado pensamiento árabe "radical", y la que finalmente introdujo a Estados Unidos como una presencia militar real en el corazón del mundo árabe. Las famosas conversaciones de paz de Oslo y el nuevo acuerdo entre el sionismo y el jefe del movimiento nacional palestino llegaron debido a la ascendencia norteamericana, así como a las tácticas trágicamente equivocadas de la OLP de Arafat, que se alineó de forma absurda con Sadam Husein y que después se vio obligado, por su propia cobardía y falta de visión, a acabar con la Intifada, así como a aceptar el sometimiento de su pueblo.Las injusticias y deficiencias de lo que comenzó en Washington, en el césped de la Casa Blanca en septiembre de 1993, con exageradas alharacas publicitarias, ha llevado la famosa paz a un punto muerto total, pero no antes de que Israel se haya asegurado cada una de sus históricas ganancias estratégicas y haya reducido a los palestinos al punto más bajo de su historia. Los salarios en Cisjordania y Gaza han descendido en un 50%, mientras que el 40% de desempleo, la extendida frustración y pobreza, la escasez de alimentos y las continuas incursiones de las fuerzas militares israelíes contra los civiles han acorralado a los palestinos aún más. Mientras tanto, unos 450.000 refugiados en Líbano siguen sin patria, no tienen permiso para trabajar ni para moverse, y se enfrentan a la deportación en masa; casi 800.000 refugiados en Siria están en cuarentena en campamentos sin recibir una atención adecuada a sus necesidades, y más de un millón en Jordania, y varios miles más permenecen en el limbo en otros países árabes diversos. En las zonas de autonomía palestina (habría que recordar que los acuerdos de Oslo especifican la autonomía, pero la soberanía, las entradas y las salidas, los recursos como el agua y la tierra, así como la seguridad global, quedan en manos israelíes), un régimen corrupto, cruel e incompetente de autocracia bajo Arafat gobierna a los palestinos para beneficio de un puñado de compinches. Hay monopolios en el petróleo, en los materiales de construcción, incluso la madera y el cemento, el tabaco y prácticamente cualquier artículo de consumo, enriqueciendo todos de forma des vergonzada a Arafat y a sus lugartenientes. Esta corrupción se ha convertido en un escándalo internacional. Un Consejo legislativo elegido popularmente se ha visto incapaz de aprobar ninguna ley en tres años, ni de hacer ninguna incursión constitucional contra un déspota que controla el presupuesto, además de los 20 servicios de seguridad que torturan, matan y encarcelan a los críticos y prohíben sus libros a capricho del arrogante tirano de Palestina. Y no es esto todo. Toda la población palestina, compuesta de aproximadamente siete millones de personas, está a merced de un hombre incompetente que actúa cómo el ejecutor de la ocupación y el desahucio israelíes, y que no hace por su pueblo nada más que oprimirlo y engañarlo. Rara vez se dice que Arafat tan sólo representa ahora a una minoría de su pueblo (los habitantes de Gaza y Cisjordania), mientras que el 60% de los palestinos reside en el exterior y debe buscar ahora compensación a las injusticias padecidas de otras maneras y con otros líderes, nuevos pensamientos, nuevos objetivos.

Una ironía que no se destaca lo suficiente es que la paz corrupta de Arafat con Israel perdonó al movimiento sionista todo lo que hizo a los palestinos, empezando por la destrucción de su sociedad y la expulsión obligada de un 70% de ellos de Palestina en 1948. Para completar la ironía, la OLP ignoró en esencia la devastación de 30 años de ocupación militar israelí, aceptó la anexión de Jerusalén y la presencia de 140 asentamientos en tierra palestina expropiada y más o menos dijo "lo pasado, pasado". Y todo esto tratando con un pueblo que nunca permitió que el mundo olvidara las injusticias cometidas con ellos, que recibió enormes indemnizaciones de Alemania por el holocausto y que hoy persigue a antiguos nazis y a países como Suiza que han sido acusados de colaborar con el fascismo. Hay una ceguera básica en la conciencia israelí que la OLP alentó en lugar de responsabilizar al sionismo por sus crímenes contra todo un pueblo. Nunca podrá haber paz entre los árabes palestinos y los judíos israelíes (y los muchos partidarios de la diáspora) hasta que no se reconozca públicamente que la forma en que Israel despojó, oprimió y robó al pueblo palestino es una cuestión de política de Estado.

Gracias a los esfuerzos de valerosos historiadores revisionistas israelíes y palestinos, ahora es fácil acceder a los datos completos de lo que ocurrió. Sabemos que todos los personajes sionistas importantes desde 1897 han soñado con librar a Palestina de sus habitantes indígenas árabes a fin de mantener vivo el mito de una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra. También sabemos que el objetivo de las fuerzas sionistas en la guerra de 1948 fue el de echar al mayor número posible de civiles palestinos; el fallecido Isaac Rabin fue personalmente responsable al serel comandante del Hagannah que echó de las ciudades palestinas de Lydda y Ramleh a 60.000 hombres, mujeres y niños. Después de 1948, un líder israelí tras otro tomaron parte en el esfuerzo por suprimir y derrotar cualquier intento de autodeterminación palestina, normalmente mediante éxodos forzosos (sólo en 1967, más de 300.000 personas se convirtieron en refugiados) o, más recientemente, mediante cierres, toques de queda y carreteras construidas en tierra palestina para los colonos, etcétera. Según han admitido muchos de sus líderes, incluso el superduro Begin, Israel no tuvo ninguna necesidad real de la guerra de 1967, excepto su deseo de añadir más tierras a su territorio, manteniendo a los palestinos sometidos. Hoy todavía existe un sistema de apartheid en Cisjordania, donde no hay continuidad entre las zonas palestinas, que están separadas unas de otras mediante barricadas, asentamientos, carreteras de circunvalación, muchas de ellas construidas como parte del proceso de paz. Yasir Arafat debe obtener permiso israelí cada vez que entra o sale de Gaza, una condición que se ejerce aún más severamente con el palestino común. Jerusalén Este está cerrado a los habitantes de Cisjordania y Gaza; en cuanto a los palestinos con permisos de residencia oficial, Israel está intentando metódicamente cancelarlos, a fin de proceder a la judaización de la ciudad.

Dado todo lo anterior, no deja de ser sorprendente que los dirigentes palestinos persistan en su ilusión de que las negociaciones con Israel basadas en los acuerdos de Oslo puedan conducir al intercambio de territorios por paz. No pueden, y nunca lo pretendieron. El Partido Laborista no hizo ningún secreto de esto, y no cabe duda de que el Gobierno extremista de Benjamín Netanyahu ha dejado muy claras sus intenciones de colonizar y robar más tierra palestina en nombre de un derecho fraudulento a establecerse en cualquier lugar de "la tierra de Israel". Parece haber pocas intenciones por parte de la Administración de Clinton de hacer algo más que apoyar a Israel "incondicionalmente", como dijo no hace mucho el vicepresidente Al Gore.

Es evidente, por tanto, que falta en ambas partes el deseo de una paz real, justa y equitativa. Los israelíes creen que después de 30 años de supremacía militar pueden hacer lo que les dé la gana, tanto en la paz como en la guerra; los palestinos se niegan a aceptar un estado de sometimiento permanente, a pesar de la debilidad de sus líderes. En tanto se niegue o eluda la realidad básica -que Israel existe como Estado judío gracias a haber suplantado los derechos de todos los palestinos con un derecho judío "superior"-, no puede haber ni reconciliación ni coexistencia verdadera.

Si se puede sacar alguna lección de los últimos 30 años es que el deseo de paz y autorrealización de los palestinos no puede abolirse o suprimirse totalmente, por muy poderoso que sea Israel política y militarmente. Lo que ahora se necesita es un cambio de concienciación: los israelíes deben darse cuenta de que su futuro depende de cómo hagan frente valientemente a su historia colectiva de responsabilidad por la tragedia palestina. Y los palestinos, así como los otros árabes, deben descubrir que la lucha por los derechos palestinos es indivisible de la necesidad de crear una sociedad civil y democrática real, de invertir decididamente en una educación renovada y de explorar modalidades de comunidad seculares que ahora no existen en el "retorno" al judaísmo, al cristianismo o al islam, que es característico del integrismo religioso contemporáneo.

Edward W. Said es ensayista palestino y profesor de la Universidad de Columbia.Edward W. Said, 1997.

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