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'Diguem no' otra vez: una reflexión sobre las libertades

Marc Carrillo

Diguem no -Digamos no- fue una canción de Raimon por la libertad y contra la dictadura. Fue un símbolo para reivindicar una forma de vivir como personas y no como súbditos. Fue una canción contra aquella excrecencia de modelo de sociedad que propugnaba el franquismo. La Constitución sentó las bases para que ya no tuviese sentido decir aquel no. Desde luego que en un régimen democrático decir no es siempre un derecho protegido; y hay motivos en la sociedad que nos rodea para expresar la oposición a muchas cosas. Pero con una diferencia respecto al pasado: a nadie le privarán de libertad por ello. La Constitución puso también los cimientos de algo muy importante para la convivencia como fue el reconocimiento del carácter plurinacional de España fundado en la diversa identidad política de los pueblos que la integran. Esto era y es una condición necesaria para el futuro de la democracia. Y viene bien recordarlo cuando la otra noche, en la plaza de Las Ventas de Madrid, en un acto organizado por la libertad, la tolerancia y contra el terrorismo, se abroncaba a Raimon por cantar la canción País Basc en catalán y se insultaba al actor José Sacristán por comunista. ¡Ahí es nada! El inolvidable cantante valenciano se expresaba en su propia lengua, el catalán; el actor recitaba un célebre poema antinazi de Brecht. Ambos ejercían dos derechos constitucionales, y un sector importante del público asistente los insultó cuando minutos antes se llenaba la boca de tolerancia.Llueve sobre mojado. Es una cuestión muy importante, y no puede despacharse afirmando que es una manifestación de la libertad de expresión (¡en un acto por la libertad!) ni minimizándolo con aquello de que era cosa de una minoría, argumento que, a la inversa, expele el tufo propio de las adhesiones inquebrantables de tiempos no tan pretéritos para algunos. O probablemente para demasiados.

Estos hechos y las derivaciones del asesinato por ETA del concejal popular de Ermua vuelven a poner sobre el tapete dos temas de importancia vital para el sistema democrático: la salvaguardia de las libertades y el respeto por la identidad nacional de Cataluña y Euskadi. Esto es así porque, tras las importantes y positivas manifestaciones del mes de julio de rechazo a la violencia de ETA y HB en todo el país, se ha podido constatar en sectores importantes de la opinión pública, y también en algunos poderes del Estado, la peligrosa tendencia a penalizar el régimen de las libertades y el nacionalismo como legítima expresión de la propia identidad política.

Por ejemplo, en la manifestación de Barcelona, muchos ciudadanos que salieron indignados a la calle para mostrar su rechazo a ese binomio que conforman ETA y HB lo hacían en defensa de la vida, la libertad y, desde luego, también de la autonomía del pueblo vasco. Sin embargo, junto a ello, las expresiones autoritarias de manifestantes en pro de restablecer la pena de muerte y de meter en un mismo saco cualquier expresión de nacionalismo con la violencia etarra preocuparon a muchos demócratas. Preocupación que han acentuado las medidas de modificación del Código Penal -como la rebaja de la edad penal o el tratamiento del derecho de manifestación- que parecen responder más bien a una política de gestos que a otra cosa. Gestos que, por otra parte, no sólo se quedan en eso, sino que en algunos casos pueden incurrir en inconstitucionalidad. Y eso, aparte de no ser de recibo, otorga una baza política a quien se mueve como pez en el agua cuando las libertades se restringen. Preocupación también por el ejercicio del derecho a comunicar información que aparece de nuevo cuando la primera cadena Televisión Española, al día siguiente del acto de Las Ventas, en su informativo de mediodía, nada dice de la ignominia cometida con Raimon y Sacristán. No es la primera vez que ahora y en el pasado democrático se instrumentaliza en provecho propio la televisión pública, pero ello no legitima ningún atropello a las libertades. Y no es un caso aislado: en la misma línea se inserta la reciente y masiva sustitución en el Canal 9 de la televisión valenciana de periodistas fijos en las funciones informativas, como ha informado la prensa recientemente.

La cuestión del nacionalismo y el tratamiento que en ocasiones recibe es particularmente preocupante. Porque el consenso constitucional se basó en el explícito acuerdo que supuso la voluntad colectiva de resolver este contencioso histórico facilitando, dentro de la diferencias, la incorporación de Cataluña y Euskadi a un proyecto estatal único. Con todas las dificultades y disfuncionalidades habidas, el camino recorrido ha sido importante, y, sobre todo, es irreversible. Ello hace que la Constitución legitime y proteja -en el marco de las reglas de juego democráticas- diversas ideas sobre España y su unidad. Ideas que pueden ser antagónicas, pero que, si respetan la regla de la mayoría expresada pacíficamente, todas tienen cabida. Éste es un patrimonio democrático colectivo intangible. Por ello, es muy importante, por ejemplo, que la gente se manifieste diciendo "Vascos sí, ETA no". Pero, por la misma razón, es impresentable que a estas alturas se abronque a quien se expresa públicamente en catalán y a quien se adscribe a una ideología que como la que más luchó por el restablecimiento de la democracia en este país.La dignidad ética y el civismo democrático de Raimon y Sacristán contrastan con las ansias de aprovechamiento partidista de una solidaridad que no tiene otros destinatarios que todas las víctimas de la violencia. De una violencia que no es la de unos revolucionarios que han perdido el norte, sino la de un grupo que ha hecho suyas las prácticas de las hordas fascistas. La libertad y la dignidad del Diguem no permiten a su autor y a la mayoría de ciudadanos seguir afirmando que "nosotros no somos de este mundo". De aquel mundo que le cantaba a la señora del dictador en el festival de Navidad, de aquel mundo que ahora practica la amnesia histórica porque entonces se dedicaba a estudiar. De aquellos que trivializan la vida.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.

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