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La última diferencia

Los españoles a veces nos hemos avergonzado, otras nos hemos enorgullecido de nuestras diferencias con el resto de los europeos. En los orígenes de nuestra identidad ya había extrañado a los demás pueblos de la cristiandad tanto la avenencia peninsular de las tres religiones como el posterior rechazo fanático que el hispano-cristiano pondrá de manifiesto ante lo judío y musulmán. Ambos comportamientos colocaron a los peninsulares fuera de las corrientes dominantes: cuando en la cristiandad dominaba el espíritu de cruzada, los reinos cristianos peninsulares destacaron por el buen entendimiento que mantuvieron con moros y judíos; y cuando con la primera modernidad renacentista empezó a disolverse la cristiandad, dejando la religión de ser la forma primaria de identificación, los españoles se empeñaron en resaltar fanáticamente su calidad de cristianos viejos, sin gota de sangre judía ni morisca; es decir, negaban justamente lo que se les reprochaba en el resto de Europa, tener ascendencia judía o morisca.Martín Lutero, como corresponde a su antisemitismo visceral, y siguiendo en este punto una opinión bastante extendida, veía en todo español a un judío o un morisco disfrazado de cristiano, pero nunca a un verdadero cristiano. Si los españoles hubieran entendido algo del cristianismo, naturalmente que se hubieran puesto de su parte, lógica que al menos a Lutero le resultaba evidente. Por demasiado tolerantes o por intolerantes en exceso, el español medieval no pudo librarse de la sensación de ser censurado por los demás pueblos cristianos.

Cuando en los siglos XVI y XVII empiezan a consolidarse los Estados modernos, España asume a destiempo la idea de Imperio, que para mayor desgracia la vincula a un catolicismo político. Cuando el Estado, y con él la política, se secularizan (Maquiavelo), España cae en la tentación de construir su identidad sobre la religión, acercándose a un modelo teocrático que deja traslucir una influencia soterránea islámica. Un fraile dominico calabrés, Tomás Campanella, el teórico más contumaz de esta Monarquía universal a que aspira el Imperio español, en un libro, La Monarquía hispánica, escrito a comienzos del siglo XVII, menciona "a los casi ochocientos años de luchar contra los moros" como el basamento que sostiene su esperanza de que España realice un día el sueño utópico de La Ciudad del Sol.

Prefiero omitir las diferencias que frente a la Europa democrática resaltaba la España oficial de mi juventud, para ya sólo regocijarnos con que en unos pocos decenios hayan desaparecido. Un vecino berlinés, con negocios en España, me decía hace poco que nada agradecían tanto los españoles como el que el extranjero insista en que eran iguales al resto de los europeos. Ahora ya no admitimos diferencias. En España se trabaja tanto, o hay tanta corrupción como al otro lado de los Pirineos; hasta últimamente sufrimos las inundaciones que parecían exclusivas de los países nórdicos.

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Si se me permite -sé que no es agradable que se señalen diferencias-, queda todavía una que parecería insignificante, si no obligase a los españoles a dar de continuo largas explicaciones: y es que, en oposición al resto de los europeos, llevamos el apellido del padre y el de la madre, a la vez que los esposos conservan cada uno el suyo, y no, como suele ocurrir en Europa, donde existe un solo apellido común para todos los miembros de la familia nuclear. Como el último apellido es el que vale, los españoles en el extranjero tenemos que acostumbrarnos a que se nos llame por el apellido materno, o por los dos si los hemos unido con un guión, pero difícilmente conseguimos que se haga por el paterno.

Como cada pueblo está convencido de que lo correcto es lo propio, cuando se plantea la originalidad hispánica con los dos apellidos, aparte del argumento antipatriarcal -¿por qué al casarse va a perder la mujer su apellido familiar?-, que confieso sólo da juego, y no siempre, cuando el interlocutor es femenino, saco a colación otro más sofisticado que suele dar mejores frutos. El que a cada persona se le vincule exclusivamente a la familia paterna, sin hacer explícito quiénes son sus antepasados por la parte materna, oculta elementos fundamentales de la biografía. Tres ejemplos para aclarar lo que quiero decir.

A Carlos Marx, como a buen europeo, le conocemos tan sólo por su apellido paterno. Pero ¿cómo se llamaba su madre?, ¿de qué familia descendía? Es cuestión que sólo sabe contestar el especialista y, sin embargo, no es poco lo que con este dato aprenderíamos de su personalidad. El padre de Marx, abogado en Tréveris, se había casado con la hija de un rabino holandés, de apellido Pressburg, y otra hija, con el banquero Lion Philips, de modo que el fundador de la empresa Philips ha sido un primo hermano de Marx, vinculación familiar que en nuestro sistema quedaría patente por llevar los dos el mismo segundo apellido. Al final de su vida, la madre de Marx, profundamente desilusionada de su hijo, gustaba de decir con amarga ironía que en vez de escribir un libro sobre El capital hubiera sido mejor que, como su primo, hubiera acumulado uno.

Lenin, como todo el mundo sabe, se llamaba VIadímir Ilich Ulianov. Por parte de padre era de origen tártaro, lo que confirman sus facciones, y, aunque su padre hiciera carrera como profesor de enseñanza media, el abuelo paterno había sido siervo. Pero ya son menos los que conocen el apellido de su madre, María Alejandrona Blank, de familia de clase media, cuyo padre había nacido en Odessa, pero con un apellido no ucraniano que denuncia un probable origen judío-germánico. En todo caso, la abuela materna de Lenin, Anna Ivanovna Grosschopf, provenía de una familia alemana-sueca, y tanto ella como su hermana Catalina, que a la muerte temprana de la primera crió a la madre de Lenin, tenían el alemán como lengua materna.

Una idea más acertada nos hacemos de Lenin si, a la manera hispánica,añadimos al apellido del padre el de la madre. La ascendencia germánica de Lenin es un dato fundamental para entender su personalidad. Difícil encontrar otra persona que cumpla tan a la perfección con los rasgos que se atribuyen al alemán, sobre todo en lo que concierne a voluntad y disciplina férrea.

Un tercer y último ejemplo; la lista podría ser interminable. Jean-Paul Sartre, el escritor parisino por antonomasia, que el general De Gaulle, esencia última de Francia, llegó a comparar con Voltaire, el más francés de los escritores franceses, ¿recuerdan cómo se apellidaba su madre? El padre de Sartre, marino mercante, muere muy joven sin dejar mayor rastro. Jean-Paul crece y se educa en la familia alsaciana de su madre, de apellido Schweitzer, que naturalmente habla alemán. El abuelo materno de Sartre, que decidió permanecer francés después de la ocupación alemana de Alsacia y Lorena, fue incluso profesor de esta lengua; y su tío abuelo fue el conocido teólogo alemán Albert Schweitzer. Si, según la costumbre española, mencionásemos los dos apellidos, seríamos conscientes de lo que en la obra de Sartre Schweitzer significa este dato. Por lo menos dejaría de extrañarnos que encontremos textos sartrianos que uno creyera que han sido traducidos del alemán.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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