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Información e intimidad

Marc Carrillo

Las muertes de Diana Spencer y otras personas han suscitado de nuevo un debate sobre los límites del derecho a la información frente a un derecho de la personalidad del individuo como es la intimidad. Más concretamente, el tema se plantea en relación a los límites de determinadas actividades vinculadas, en principio, con la información, como son las que llevan a cabo los reporteros gráficos o lo que en la terminología popularizada por el inolvidable filme italiano se ha dado en denominar como paparazzi. La primera cuestión que merece la pena poner de relieve es la decisiva importancia de las informaciones gráfica y audiovisual para el efectivo ejercicio del derecho a comunicar y recibir información veraz. Parece obvio que una sociedad donde las telecomunicaciones han experimentado avances tecnológicos sin precedentes, la consecuencia lógica sea que los medios de comunicación los utilicen en pro de una información más integral, que permita hacer efectiva su dimensión institucional, que no es otra que asegurar una opinión pública libre, como, en reiteradas ocasiones recuerda el Tribunal Constitucional.

¿Pero qué tiene que ver esto con el debate subyacente al accidente de París? Pues la tiene sobre todo en la medida en que ha de permitir establecer la imprescindible y necesaria diferenciación entre la importante labor que desarrollan los fotógrafos y los operadores móviles de cámaras de televisión de la que llevan otros colegas suyos al servicio del periodismo amarillo y la llamada prensa del corazón. Porque estos últimos forman parte de una cadena de intereses en la que el objetivo de la información como garantía de una sociedad libre queda excluido. La prensa de la que ha sido protagonista de excepción la víctima más conocida del accidente del Pont de l'Alma, quizá también ejerce el derecho a comunicar información. Pero, como empíricamente lo prueban los tabloides ingleses y, alemanes o la esperpéntica y carpetovetónica prensa rosa española, la información que comunican es un sucedáneo espúreo. Es algo donde las medias verdades, el puro chismorreo y la falsedad son regla instituciopalizada. De la que participan en comandita las empresas editoras, en muchas ocasiones también los propios protagonistas interesados de la información, desde luego los paparazzi como instrumento de un negocio rentable, y -no se olvide- el público como actor principal del proceso, que consume ávidamente estas revistas y estos programas de la televisión basura. Este público que ahora denuesta y llama asesinos a los autores materiales de estas informaciones, pero que las sigue fielmente y, como decía una acongojada fan francesa de la señora Spencer, hasta las colecciona en un álbum; este público que tan impresionado se muestra ahora y tan indiferente es cuando se difunden las terroríficas imágenes de un niño africano moribundo a punto de ser pasto de los buitres.

Se ha reiterado en diversas ocasiones. Las personas célebres, que lo son por razón de la profesión, cargo o institución a la que pertenecen, también disponen del derecho a la intimidad. Sin duda. Pero lo que también es cierto es que el grado de tutela de este derecho es menor, porque su persona está expuesta al escenario público y la publicidad es una garantía en un Estado democrático. De acuerdo con una bien construida jurisprudencia, el Tribunal Constitucional recuerda en síntesis que: 1) el honor o la intimidad de un personaje conocido decaen en favor del derecho a la información cuando el objeto de la misma es de interés general; 2) el mismo efecto se produce cuando, por razón del ejercicio de las funciones públicas que desarrolla o la profesión que ejerce el sujeto, éste queda expuesto a la observación colectiva; 3) la crítica sobre los representantes de las instituciones públicas es una consecuencia de la libertad ideológica y del pluralismo político reconocido por la Constitución; 4) la veracidad en la información no legitima el insulto sobre la persona objeto de la misma; y 5) la información veraz no puede ser entendida en términos absolutos, lo que significa que también goza de tutela constitucional aquella información que en sede judicial se demuestra que ha sido obtenida con diligencia, con buena fe, incluso si a pesar de ello incurre en errores. Todos estos criterios son aplicables sin distinción a toda información difundida, y de ello no pueden ser ignorantes aquellos que por diversas razo nes se Incluyen entre las cele bridades públicas. Su intimidad ha de quedar preservada cuando los hechos carecen de interés público; cierto es, no obstante, que la frontera no es fácil de determinar, pero no hay duda de que la preserva ción de la intimidad no legitima la incoherencia de un per sonaje público. Así, una sociedad abierta tiene derecho, si llega el caso, a conocer con el detalle que sea preciso la doble moral de una persona de di mensión pública, sin que con ello pueda hacerse un juicio más cabal sobre el discurso aparente y la praxis concreta de un cargo representativo o de cualquier otra celebridad que se expone libremente al escena rio público. Un ejemplo muy clásico: será legítimo saber en qué tipo de hospital se ha operado a la mujer de un ministro que en campaña electoral ha hecho una cerrada defensa de la sanidad pública.

A todo lo dicho podría oponerse que la información que proporcionan los paparazzi es otra cosa: el sucedáneo espúreo del que hablábamos. Y es difícil negarlo. Pero es una información legitimada por la complicidad interesada de diversos actores alejados de escrúpulos deontológicos. Y éste es un trasfondo que deliberadamente es ignorado por todos. En España, el Código Deontológico catalán (1992) y el de la FAPE (1993) obligan a "utilizar métodos dignos para obtener informaciones o imágenes sin recurrir a procedimientos ilícitos". El autocontrol es fomentado también por el Código de la Unesco (1993). Sin embargo, la realidad de este tipo de información va por otros derroteros con el consenso de todos los implicados.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra.

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