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El domador de mercados

Enrique Gil Calvo

La retirada de Felipe González de la política inmediata permite abrir a la izquierza española un periodo de reflexión. Dado que se ha impuesto un punto y aparte, ¿cuál va a ser, a partir de aquí, el programa a presentar a la ciudadanía? Esta cuestión presenta dos niveles distintos de análisis. Por un lado, los asuntos puramente tácticos. ¿Se alcanzará entendimiento entre IU y PSOE, superando el autismo comunista? ¿Pueden injertarse olivos a la catalana, a la andaluza o a la española, y no sólo a la gallega? ¿Cómo articular el federalismo territorial con la dirección única de la plataforma que aspire a la mayoría parlamentaria? Y sobre todo: ¿quién dirigirá la izquierda? El liderazgo es la cuestión esencial, pues si preguntas como éstas siguen abiertas no es por la pérdida del poder sino por la retirada de González, que ha dejado huérfana de liderazgo a la izquierda. Y la selección de un líder no es tarea fácil, pues se precisa no sólo brillo en las tribunas (como el de Borrell) y solidez organizativa (como la de Almunia), sino alguno más difícil de alcanzar: la confianza de los pares con quienes ha de cimentarse recíproca lealtad.No obstante, más allá de estas tareas de cocina táctica, queda la cuestión esencial: los objetivos últimos de acción, es decir, la estrategia programática. ¿Hacia dónde debe dirigir su vista la izquierda española a la hora de definir su propia senda política? Pues bien, también aquí se abre un vacío de incertidumbre como consecuencia de la retirada de González. Hasta ahora, el compañero Felipe era el único vigía indiscutible, que sabía encontrar el camino cuando la miopía llenaba de dudas a todos los demás: el Mao del PSOE fue González, dirigiendo la larga marcha desde Suresnes hasta la cúspide del 92, y cargando después con toda la responsabilidad por las culpas colectivas acumuladas, hasta ser crucificado en las elecciones últimas. Es evidente que tan larga trayectoria tiene luces y sombras. Entre éstas destacan los Gales y Filesas, cuya tolerancia nunca ha sido explicada. Y entre aquellas otras brillan la definitiva superación del golpismo y el ingreso en Europa. Pero hay algo más importante que tales méritos históricos, y es su clarividencia política.

González supo adelantarse a su tiempo, adivinando el curso futuro del destino colectivo. Y donde mejor se vio esto no fue en su apuesta por la OTAN, que es un acierto al fin y al cabo menor (pues el resultado final de la guerra fría ya estaba cantado), sino en su confianza en el mercado como institución de progreso: algo que hoy reconocen todos los dirigentes de la izquierda europea, pero que nadie advirtió antes que él (pues el jacobino Mitterrand sólo se resignó forzado por la necesidad). Y dado el escaso bagaje teórico de González, su apuesta por el mercado sólo cabe entenderla por puro instinto político, más allá del mero pragmatismo adaptativo. Y ese olfato pudo verse además estimulado por una explicable desconfianza hacia el Estado, que en la España posfranquista no estaba representado por una Administración racional como la francesa sino por la más oligárquica patrimonialización de los cargos.

En cualquier caso, González supo nadar contra corriente, optando por el mercado cuando toda la izquierda era keynesiana. Y esto le acarreó incomprensión, resentimiento e ingentes costes políticos, entre los que destaca la resonante huelga general que significó su ruptura con los sindicatos. Tan grave fue la resistencia, que González vaciló, hasta ceder desorbitando los gastos de protección social: del 89 al 92, el déficit público se disparó, agravando la crisis del 93 y deteniendo durante un, lustro la caída de la inflación. Pero este desfallecimiento de su fe en el mercado pudo deberse más a razones emocionales (por la lealtad personal traicionada) que a dudas políticas de González. Pues, pese a ello, su mejor testamento sigue siendo el voluntarismo con que supo navegar contra el viento, apostando por el mercado cuando todos lo demonizaban como el enemigo a vencer.

Hoy, sin embargo, estamos en otro tiempo. Por eso, aquella oportuna elección de González, que entonces fue un acierto clarividente, ahora ya no nos sirve. En la actualidad, la institución divinizada son los mercados (así, en plural), a cuyos vientos cambiantes habría que plegarse por aciago designio de la necesidad histórica. No obstante, siempre cabe decirle al destino que no. Es lo que hizo González en su momento, oponiendo su voluntad política contra la necesidad histórica que entonces parecía representada por el estatalismo keynesiano. Pues bien, cuando hoy la astucia de la razón parece imponer la necesidad histórica del neoliberalismo mercantil, lo clarividente resulta apostar contra el mercado, tratando de domesticarlo para restablecer la primacía de la política sobre la economía.

Los mercados son instituciones miopes, inciertas y aleatorias. Si sólo te dejas llevar por ellos, estás condenado a vagar errante, trazando rumbos desorientados sin orden ni concierto, como corcho que flota en el agua movido al azar por corrientes contradictorias. Frente a ello, sólo la voluntad política permite domar la suerte, en feliz título de Jon Elster. Para dirigir y gobernar las flaquezas de los erráticos mercados hace falta la fuerza de voluntad de una autoridad política (aunque sea ésta la ya independiente autoridad monetaria), capaz de actuar como, un vigía que fija el rumbo, toma el timón y dirige la maniobra. Pero conviene desconfiar del poder tecnocrático que sólo gobierna en nombre del absolutista despotismo ilustrado. Frente a ese resto de estalinismo neoclásico hay que oponer la voluntad política del líder democrático, responsable ante sus electores y único capaz de actuar como un domador de mercados.

En esta encrucijada europea, cuando más arrecian las críticas contra los efectos perversos del absolutismo de los mercados, la izquierda está regresando al poder, como acaba de suceder en el Reino Unido o Francia. Pero ¿con qué programas? El Nuevo Laborismo de Tony Blair parece haber apostado por un liberalismo anglosajón con rostro humano, que continúa cifrándolo todo a la primacía del mercado soberano. En cambio, el viejo socialismo de Lionel Jospin parece estar retornando a un jacobinismo napoleónico de rostro europeísta, que persiste en confiar tan sólo en la primacía del Estado soberano. Pero si malo parece el injusto mercado creador de empleo precario, peor resulta el deficitario Estado creador de empleo subvencionado. Por eso creo que se equivocan ambos, pues conviene retomar el viejo eslogan ácrata que rezaba: ni amo ni patrón. Es decir, ni Estado ni mercado. La solución no puede estar ni en meter al mercado en la cárcel del Estado ni tampoco en soltarlo fuera dejándolo escapar para que campe por sus respetos devorando mártires cristianos. Lo que debe hacer el estadista es domar a los leones del mercado para que pasten sueltos y coman de su mano como mansos animales domesticados.

Esa tercera vía entre el Estado y el mercado es, por supuesto, la que conduce a la sociedad civil: ni estatalismo jacobino (heredero del absolutista despotismo ilustrado) ni liberalismo mercantil, sino auténtico socialismo civil. Esta es, por ejemplo, la senda marcada por la socialdemocracia en Holanda, el país que inventó desde el siglo XVI la mejor y más tolerante modernidad cívica. Y es también, dentro de esos tres mundos del Estado del bienestar de que habla Esping-Andersen, la vía escandinava: ni estatal ni mercantil, sino individualista y comunitaria. Lo cual exige, sí, apostar por lo público y lo político en contra de lo privado y lo económico: pero no desde una óptica tecnocrática, sino desde una perspectiva puramente civil, inmersa en el cálido espesor del tejido social.

Éste es el programa de acción a largo plazo que debiera proponerse construir la izquierda española, aunque para ello tenga que peregrinar en viaje de estudios a los Países Bajos.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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