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Una disputa entre inmigrantes ilegales provoca un incendio en un deposito de coches de Melilla

La tensión crece entre los inmigrantes ilegales apiñados en Melilla. Un subsahariano, que fue detenido y puesto a disposición judicial, causó en la noche del lunes un incendio en un depósito municipal de coches al prender fuego a una cabaña para hacer salir de ella a otro con el que mantenía una disputa económica. Quince vehículos ardieron. De no ser por la rápida intervención de los bomberos, las llamas habrían causado víctimas porque algunas de las casi 900 personas que se hacinan en la cercana Granja Agrícola, el centro de acogida, pernoctan en esos automóviles.

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La Delegación del Gobierno no concretó las causas que encendieron al pirómano. Tan sólo se refirió a una "disputa personal por cuestiones económicas entre algunos inmigrantes subsaharianos que habitan en la Granja Agricola".Lo cierto parece ser que un presunto burundés discutió con un nigeriano por dinero y que éste corrió a esconderse en una cabaña. El otro la prendió fuego para hacerle salir de ella y las llamas se extendieron por el contiguo depósito municipal de coches de Huerta de Salama. La rápida intervención de los bomberos y los policías evitó que hubiese víctimas entre quienes utilizan estos vehículos, quince de los cuales ardieron, para pernoctar debido al hacinamiento de la granja habilitada como centro de acogida capaz para 200 personas y en la que ya se amontonan casi 900.

En realidad, hay un trasfondo que admiten los propios ilegales. Una mafia dirigida por marroquíes ha desguazado decenas de esos automóviles, decomisados por la autoridad judicial. Dará igual lo que sobre ellos falle en su día el juez. Hace tiempo que esos vehículos dejaron de existir. Sólo queda su esqueleto. Por las noches han sido destripados para vender sus piezas en tiendas de recambios.

El conflicto latente se centra, pues, entre quienes desean desvencijar los coches y quienes los usan como dormitorio. Los dos agentes locales que custodian el recinto habitualmente -ahora han sido reforzados por la Guardia Civil y la Policía Nacionalsólo penetran en él en caso de fuerza mayor y sin gran convicción. "Cualquier día nos prenden fuego a nosotros", confiesa uno. Se ven desbordados por la cifra de los acogidos. Se limitan a llamar a la ambulancia de la Cruz Roja cuando el peligro se ha traducido ya en una agresión entre ellos. Incluso temen ser linchados cualquier día si ésta se demora.

Así, la mafia ha impuesto en el poblado sus propias reglas. "Le vamos a dar una paliza de muerte cuando vuelva, cuando lo suelte la policía", advierte un igeriano. La amenaza va dirigida al supuesto burundés que puso en riesgo sus vidas.

Los enfrentamientos entre los inmigrantes se han intensificado en los últimos 20 días, según un testigo del último incidente. El calor y el hacinamiento, explica, pone cada vez más nerviosos a los casi 900 que se alojan en los viejos almacenes de la granja y los coches abandonados.

Una familia melillense, que reside en una casa de propiedad municipal situada junto al depósito de vehículos, cuenta que la situación es insoportable: peleas constantes, malos olores e incendios repetidos, el del lunes a 15 metros de su vivienda. El matrimonio, que tiene dos hijos, de dos y cuatro años de edad, confiesa que tiene miedo.

El campamento, en el que hay también varias mujeres, algunas de ellas embarazadas, se ha convertido en un auténtico poblado que cuenta hasta con un presidente oficial.

A los bordes de sus malolientes senderos de barro se distribuye una pequeña red de restaurantes levantados por algunos de los inmigrantes con cuatro latas y que están cubiertos por un toldo. En ellos, sin ninguna medida higiénica, se ofrece cada día un menú compuesto por borrego asado con gasolina o pollo con un poco de arroz. La cocina es una pica de hierro donde se empala al animal entero sin despellejar y luego se le prende fuego. El precio de los platos oscila entre las 100 y las 125 pesetas.

Los servicios se complementan con varios chiringuitos de bebidas y con una sala de vídeo que se ha montado en el interior de una vieja caravana a la que se accede previo pago. Los ilegales más avispados tratan de hacer negocio de cualquier manera. También, por supuesto, a costa de aquéllos que buscan un momento de distracción para evadirse de su triste realidad.

Algunos dicen llevar cuatro, ocho y hasta diez meses esperando solventar los trámites burocráticos para dar el salto a la Península. Demasiado tiempo cuando se convive con moscas y se tiene por techo el cartón o lo que un día fue un coche.

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