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Niñez violada

MANUEL CASTELLS

Manuel Castells

Mientras usted se solaza en sus merecidas vacaciones, acaban de descubrir una red de pederastia y prostitución infantil en el barrio donde trabajo, el barrio del Raval, en Barcelona. Aún no se sabe (el sumario es secreto) si se trata de una red local o si tiene vínculos comerciales más amplios. Por ejemplo, si los vídeos de abusos sexuales filmados en el Raval están entre el material que incautó la policía a la red de pornografía infantil que descubrieron en Francia hace unas semanas. Pero los pederastas del Raval sí tenían cintas pornográficas obtenidas a través de Internet. Proxenetas de poca monta o apéndices de una red más amplia, en cualquier caso lo que ha emergido en el Raval se sitúa en el contexto del desarrollo de una nueva industria globalizada de pornografía y prostitución infantil. Los mercados locales van articulándose en un mercado mundial, un mercado de miles de millones de dólares en continuo crecimiento. Como vivimos en un mundo de imágenes, la explotación comercial de los abusos sexuales a los niños tiene como objetivo fundamental la producción de material filmado para su distribución posterior en vídeo, revistas y por Internet.Esto es nuevo, y nos afecta a todos, porque cuando se genera una industria globalizada y millonaria de pornografía infantil, quiere decir que los perversos están entre nosotros. ¿O en nosotros? Recuérdese que, en España, la pornografía infantil es legal. Hoy por hoy, con la ley en la mano, cualquiera puede adquirir material pornográfico infantil o, incluso, si le interesa, abrir un negocio especializado en ese tráfico. Lo que no se puede es utilizar sexualmente a los niños. Pero si son imágenes de "otros niños", no hay problema. Y como la mayoría de los países están en ésas, el negocio consiste en separar geográficamente la producción de la distribución. Así nuestros niños se convierten en los otros niños, y los otros en los nuestros.

Barcelona, como Sevilla hace unos meses, como España en general, están ya integradas, ciertamente como consumidores y probablemente como productores, en esa red global de explotación sexual de los niños. Según datos del Congreso Mundial contra dicha explotación, reunido en Estocolmo en agosto de 1996, por iniciativa de Unicef, millones de niños se han convertido en mercancía sexual en todo el planeta. En Asia del Sureste, la industria global del turismo sexual se especializa cada vez más en la prostitución de niños de ambos sexos. Sólo en Tailandia, se calcula que hay unos 800.000 niños prostituidos, unos 500.000 en la India, y decenas de miles en Filipinas, Sri Lanka, Camboya y otros países. Mismo panorama en América Latina: se estima un mínimo de 200.000 niños en prostitución en Brasil, 500.000 en Perú, 20.000 en la República Dominicana, países sobre los que existen informes fidedignos. Pero el mundo desarrollado tampoco se salva. En Europa, el Consejo de Europa evaluó en 5.000 niños y 3.000 niñas los menores prostituidos en las calles de París, y en al menos 1.000 niños en Holanda, al tiempo que constataba un incremento masivo del comerció sexual de menores en Rusia y en Europa del Este. En Estados Unidos, un informe reciente del Gobierno norteamericano estima en 300.000 el número de menores prostituidos, la mayor parte de ellos en régimen de semiesclavitud por sus proxenetas, con una alta tasa de mortalidad a edades muy jóvenes.

¿Por qué ahora? ¿Y de dónde surgen estas pulsiones que tuercen la mueca de nuestra civilizada posmodernidad? Ciertamente, los niños han sufrido abusos físicos y sexuales a lo largo de la historia, en general por parte de sus propias familias y educadores. En España, el sociólogo Pep Rodríguez desveló las prácticas sexuales en los ámbitos religiosos (¿se acuerda usted de los cariñosos cachetitos del hermano Eulogio en su colegio?). Y hace unas semanas, en Dallas un tribunal acaba de condenar a la diócesis católica a una multa de 20 millones de dólares por no haber puesto coto a los abusos sexuales que uno de sus sacerdotes había realizado durante 10 años con los niños de su catequesis. Esa faz oculta de la vida ha dejado y deja secuelas personales y sociales que explican mucho de lo inexplicable en el comportamiento humano. Pero estamos ante algo distinto. Estamos ante la constitución de una gran industria global que organiza el consumo sexual de masas de los niños, tanto en su carne como en su imagen. El Gobierno alemán, al prometer que tomará medidas en contra del turismo sexual, acaba de evaluar en 200.000 personas el número de alemanes que cada año participan en estos viajes de placer prohibido. Y la difusión de material pornográfico por Internet cambia cualitativa y cuantitativamente la difusión de esta perversión sexual. Por su carácter masivo, por su consumo flexible, por su interactividad potencial, por su bajo costo, y, sobre todo, por su nulo riesgo: es el anonimato asegurado y no hay represión legal posible para el consumidor. No es que el Internet tenga la culpa. Lo que hace el Internet, maravilloso instrumento de comunicación e información, es reflejar lo que somos, tanto individual como colectivamente.

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La explosión del comercio sexual infantil procede de la nueva facilidad tecnológica para establecer la conexión global entre una oferta y una demanda. La oferta: millones de niños viviendo en la pobreza y sufriendo la crisis de desintegración del mundo familiar. En muchos casos (aunque una minoría en Barcelona) son las propias familias las que ofrecen a sus hijos (30.000 pesetas por un fin de semana más alguna ropa de moda para el niño, en un caso ya juzgado en el Raval). En otros, es simplemente la desconexión entre el niño y un entorno familiar caótico lo que hace de los críos una presa fácil para la seducción y posterior manipulación, hasta que ya es demasiado tarde. La demanda: una pulsión sexual desviada, un deseo de transgresión de lo prohibido en un mundo de sexualidad normalizada, en el que la crisis de los valores tradicionales hace poco excitante salir de la norma mediante la prostitución clásica. Si se puede ver pornografía dura en la televisión pública, si acostarse con cualquiera se piensa como posible y si podemos hacer nuestras necesidades en "centros eróticos" higienizados, la excitación (la espiral del deseo, como dirían los intelectuales cursis) necesita nuevas fuentes. La búsqueda de lo inédito empuja hacia las cloacas de lo perverso. Sobre todo cuando el único costo es monetario, en una cultura en que se acepta que todo, absolutamente todo, se compra y se vende y que el acto de compra legitima.

Hay también algo más, algo que da una pista para entender por qué muchos niños caminan impávidos hacia su destrucción. Y es lo que algunos sociólogos latinoamericanos que han estudiado a los niños de la calle, como la venezolana Magaly Sánchez, llaman "la cultura de la urgencia". Es un grito por la vida, por una vida que no se tiene pero que se quiere con tanta pasión que se comprime en un instante de satisfacción inmediata de todos los deseos (unas zapatillas deportivas), que se consume en una explosión de violencia autodestructiva. Entre la demanda de perversión y la oferta de autodestrucción las redes del proxenetismo global conectan mi barrio con el Internet a través de las imágenes de la violación de nuestros niños.

Que tenga un buen verano.

Manuel Castells es profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Barcelona.

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