Gregorio Marañon
Bill Clinton vino a España en julio, ilusionado como un niño. Tres deseos atesoraba en su pecho joven, convertidos de antemano en realidad por el genio de la lámpara de su poder omnímodo. Respecto al meollo de la cumbre de la OTAN en Madrid, sabía que el debate relativo a la admisión de tres o cinco nuevos miembros era una filfa. Su lenguaraz secretaria de Estado, Madeleine Albright, ya había insinuado abiertamente en la previa reunión de Sintra -y después de que 9 de los 16 Estados miembros votaran la opción de 5- que de eso nada, monada. El 3 era el número propugnado por EE UU; éstos mandan, y si quieres lo tomas y si no lo dejas.Clinton sabía también otras cosas; por ejemplo, que Kohl y Chirac darían algo de guerra (volvían muy cabreados de la cita de los Siete en Denver, donde los americanos pretendieron vestirles de cowboys, según ellos "para romper el hielo") o que a sus anfitriones españoles, en cambio, se les caería la baba de gustirrinín. El segundo deseo presidencial consistía en contemplar la puesta de sol desde el mirador de San Nicolás, en el Albaicín, rememorando antiguos éxtasis juveniles. (Algunos amigos granadinos me han dado su versión del porqué y del cómo de aquellos éxtasis, perfectamente plausibles conociendo el percal, pero no demostrablemente fidedignos, por lo que renuncio a reproducirlas). Se salió con la suya, claro. Y, bueno, en tercer lugar Billy deseaba compulsivamente alojarse, durante su estancia en Madrid, en determinado hotel de la calle de Miguel Ángel, semiesquina a José Abascal, Gregorio Marañón y la Castellana. Debo añadir que este último anhelo presidencial me llenó de sorpresa, no por la elección del hotel, que merece toda mi simpatía y respeto, sino porque esto suponía asomarse al epicentro de las multiobras públicas madrileñas. ¿Puro masoquismo? ¿Secreta admiración hacia la trayectoria operística de esta ciudad? Son preguntas sin respuesta previsible, seguramente secreto de Estado o así, pues.
Por cierto que, hablando de epicentros, Clinton se libró por chamba del presunto seísmo que afectaría un mes después a la calle de José Abascal y su vecindario. A una atribulada señora la nevera la "echó a correr por la cocina adelante", y otra contaba que "después de toda una tarde de temblores, me metí en la cama con un miedo horrible". El director general de Infraestructuras del Transporte explicaría después que, bueno, sí, eran cosas del trépano, ese pavoroso cilindro de acero que horada los subsuelos reticentes y lo que haga falta. También se disculpó por no haber avisado a los vecinos de la incidencia. ¿Se imagina el lector la que se podría haber armado si este happening acaece durante la estancia en Madrid del hombre más poderoso del mundo, que no se separa de su maletín nuclear ni para dormir? Del apocalipsis atómico para abajo ualquier desgracia hubiera resultado posible.
Tras haberse así asomado al valle de Josafat en el vuelo de la imaginación, no hace falta consignar que experimenté un gran alivio cuando leí, 48 horas después, que el señor consejero de Obras Públicas, Urbanismo y Transporte de la Comunidad se había autoimplantado una espada de Damocles sobre la cabeza, -o al menos eso aseguraba la información, y que esperaba le horadase, o al menos eso se intuía, si las obras de la plaza de Gregorio Marañón no quedaban terminadas para el día de San Lorenzo.
Fui a contemplar el prodigio dicho día por la mañana temprano, y me alegra confirmar que, en efecto, se había restaurado el statu quo, aunque con algunas excepciones. Por, ejemplo, no estaba abierto aún al tráfico el carril derecho de la Castellana, y muchas cochinadas se acumulaban ante el fantasmagórico hotel Luz Palacio que fue (ahora se le ha caído la palabra Luz, y siempre que paso por allí me acuerdo de Stephen King y de su novela El resplandor), e incluso delante de la dilapidada casa en que viviera el doctor.
A propósito, ¿saben lo que opinaba el doctor Marañón sobre el maquinismo? Esto: "Los hombres de hoy se han preguntado muchas veces si el auge inevitable y seguramente formidable del progreso mecánico en los decenios que han de venir influirá de un modo decisivo en la cultura. Nadie puede dudar de que así será. En lo que yo disiento de otras gentes es en que esa influencia del mecanicismo sobre la cultura de los hombres no será, a la larga, fundamentalmente dañina". ¿No se equivocaría en esta opinión el sabio doctor?
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