Mata Mua
Llevan varios días propinando tremendos mazazos a los muros del piso de arriba. Parece imposible que aún siga alguna en pie. De vez en cuando, el aullido curvilíneo de un superberbiquí penetra en mi despacho como quien lava. No hay antídoto posible.Ante la puerta de la casa una perforadora trabaja a tope. Al otro lado, inmediatamente debajo de mi terraza e invisibles para mí, anónimos torturadores martillean con saña una superficie metálica. Y ni qué decir tiene que el menú decibélico nocturno está garantizado por el excelentísimo Ayuntamiento (por cierto, que sus camiones basureros de la última generación se comen televisores, lavadoras y frigoríficos como si fueran delicadas pastitas de té).
Y yo me pregunto si me habré convertido en una especie de pararruidos o si esto le sucede también al resto de la población civil superviviente; y cuánto podrá durarnos dicha supervivencia.
Anoche nos robaron la fragata Maripi que adornaba nuestro portal, tras descerrajarlo; era lo único que no nos habían mangado aún. Hace media hora nos han roto el toldo con las espuertas que descienden a la calle por medio de sogas desde la obra de arriba. Resignación cristiana. Ayer leí con gran shock que la iglesia de la Paloma seguirá con andamios el día de su fiesta grande, a pesar del presunto fervor mariano de quien yo me sé, y que el pobre san Lorenzo tendrá que modificar su itinerario procesional por culpa de las obras. Hoy, que éstas han llegado a la Puerta del Sol, donde, por cierto, el edificio de la presidencia de la comunidad continúa envuelto en su sudario. Hace tanto tiempo que me recuerda el camisón de nuestra castísima Isabel la Católica. ¡Ah!, y el reloj emblemático sufre el mismo sino. Bonita anécdota: el viejo relojero anónimo y modestísimo lo mantenía en perfecto funcionamiento, y hasta nos permitía comer con las debidas pausas las uvas de la Nochevieja.
De pronto, llegó un señor arquitecto muy erudito, revestido de masters y orlas -supongo-, así como unos relojeros modernísimos y listísimos -¡otra vez el progreso!- echaron a patadas al viejecito, y desde entonces el reloj permanece en estado catatónico. Si consiguen que se ponga a andar entre todos, a base de sueldos y presupuestos multimillonarios, para las próximas navidades -que ya están encima- de este año no pasa que nos ahoguemos con la horrenda pelota de hollejos y pepitas.
Otra pregunta: ¿cómo conservar la cordura en condiciones tan deplorables para el equilibrio de la mente? Podríamos irnos a un parque, pero están en obras; al querido y añorado Madrid viejo, pero nos caeríamos en una zanja; refugiarnos en la lectura, pero el ruido no nos lo permite; ver la tele, pero -con honrosas y cada vez más escasas excepciones- este medio ha caído en la estulticia. ¿Entonces? Sólo nos queda el recurso de la evasión mental.
Vayámonos a un museo que no esté en obras; sumerjámonos en sus tesoros de belleza o evocación; caminemos despaciosamente por sus salas, por sus silencios; relajémonos, busquemos algo que sosiegue nuestros sentidos, contemplémoslo como se contempla a una amada adolescente; concentrémonos en su hermosura, borremos de nuestra alma el hosco Sarajevo que truena y aúlla en el exterior, vulgo, las calles de Madrid.
Sobre gustos no hay nada escrito, y yo tengo mi terapia particular en la visión del cuadro Mata Mua, gema de la espléndida colección Thyssen Bernemissa. De entrada, siempre me ha fascinado la existencia de Paul Gauguin, su autor, un hombre que, como su íntimo amigo Vincent van Gogh, rompe los axiomas de Oscar Wilde, quien consideraba que artífice y obra no pueden poseer conjuntamente una destacada personalidad. O uno, o la otra.
Pero Paul, artista independiente en medio de la explosión impresionista, fue un hombre original, dejó un ejemplo estupendo y una estupenda familia para irse a pintar a la remota Polinesia, y dio la vida por el arte.
Allí pergeñó su Mata Mua, plasmación suma de un anhelo bucólico profundamente espiritual. Los colores, las guirnaldas, la hierba jugosa, las doncellas ataviadas con blancas túnicas rindiendo culto a la diosa de la fecundidad, el volcán exhalando penachitos de humo, la inocencia.
Mata Mua, "érase una vez", "once upon a time", el clásico principio para narrar historias de lo que fue y ya no es. Sin duda, Paul Gauguin era consciente de que tras él llegarían otros hombres blancos, soldados, curas, administradores, especuladores, nepotistas, cohechadores y cohechados, el progreso, el fin de la belleza primigenia, y pintó esa maravilla como melancólica y anticipada despedida.
Madrid es la antítesis, la culminación de la impronta del hombre blanco.
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