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Boca a boca

Juan José Millás

Nos habíamos quedado en Madrid porque estábamos pagando la hipoteca del piso. Ella había hecho durante el invierno un curso de socorrismo que le sirvió para colocarse en una piscina de Arturo Soria. Yo hacía horas extraordinarias en la empresa. Era nuestro primer verano de casados, y aunque nos frustraba un poco no salir de la ciudad, lo compensábamos haciendo el amor en todos los rincones de la casa, para amortizarla: hoy en el cuarto de baño; mañana en el armario del recibidor; el domingo debajo de la cama... Todo iba bien hasta que sucedió algo que, sin dinamitar el panorama general, introdujo un punto de desasosiego, un bulto, que a lo largo de todos estos años ha ido creciendo entre los dos para estallar cuando ni nos acordábamos de su existencia.Aquella noche había ido a buscarla a la piscina y nos habíamos sentado en una terraza que había al final de López de Hoyos. Recuerdo que nos tomamos un granizado de limón, no porque nos gustara, sino porque era barato. La conversación tardaba en fluir, como si hubiera un obstáculo inmaterial que le impidiera el paso. Entonces, ella dijo:

-Hoy hemos tenido un ahogado.

Al parecer, un chico joven había perdido el conocimiento por alguna razón dentro del agua y habían tardado un poco en darse cuenta, de manera que salió en muy malas condiciones. Ella le había dado unos masajes en el pecho y le había hecho la respiración boca a boca.

-¿Cuánto tiempo? -pregunté instintivamente.

-No sé -dijo-, cinco o seis minutos, pero ya estaba muerto.

Esa noche nos tocaba hacer el amor en la despensa, pero los dos fingimos haberlo olvidado y estuvimos viendo la televisión en la cama hasta las tantas. Luego, cuando ella se durmió, comenzó a torturarme a fondo la imagen de su boca pegada a la del muerto. Los besos que yo le había dado se habrían precipitado al interior oscuro del difunto y permanecerían allí, en estado de reposo, hasta la resurrección de los muertos, en la que aún creía, para mi mal, durante aquella época. Lo que más me atormentaba era la frialdad con que me había relatado el suceso. Todos tenemos que hacer cosas repugnantes en nuestro trabajo, yo también, pero no es necesario pregonarlo por ahí. ¿Por qué me lo ha contado?, me preguntaba una y otra vez. ¿No se da cuenta de que para mí un muerto es un muerto, aunque para ella no sea más que un acontecimiento fisiológico? Me parecía mentira su falta de sensibilidad y no tuve más remedio que deducir que había disfrutado hiriéndome. ¿Por qué? Tal vez porque no había sido capaz de tener un trabajo lo suficientemente bueno como para hacer frente a la hipoteca y salir de vacaciones a la vez.

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Al día siguiente, durante el desayuno, estuve contemplando sus labios, y la verdad es que no había conocido otros semejantes. Además, me pareció que no había en ellos rastros de la muerte, así que en un momento dado la tomé por la cintura y la besé con furia mientras la arrastraba hacia el tendedero, para que no quedaran cuentas aplazadas. Me gustó, pero me dejó también un gusto mortuorio en la lengua, y ya nada volvió a ser igual entre nosotros.

Luego pasó el tiempo, tuvimos hijos, cumplimos aniversarios y me olvidé de la historia hasta que este verano, encontrándonos en la playa, un grupo de bañistas sacó a un ahogado del mar. Tenía la cara completamente azul y era evidente que se encontraba muerto, pero le tendieron en la arena y alguien comenzó a darle masajes en el pecho. Nosotros estábamos en el corro que se había formado alrededor de él. Entonces mi mujer me miró unos instantes y a los dos nos vino a la memoria aquel cadáver que había envenenado nuestras vidas. Pasé mi brazo por su hombro, esperando que, ella buscara refugio en mi pecho y de ese modo nos perdonáramos. Pero, lejos de eso, corrió hacia el fallecido y le hizo de nuevo la respiración boca a boca. Para ella era algo mecánico, como pegar los labios a una manguera y soplar, pero no podía ignorar lo que significaba para mí.

Ahora llevamos dos días sin hablarnos y nuestras vacaciones están a punto de expirar. Cuando nos encontremos de nuevo en Madrid, le diré que quiero divorciarme y ella no opondrá ninguna resistencia, lo sé. Nuestro matrimonio ha durado 15 años, los mismos que la hipoteca que contrajimos juntos. La economía es realmente la base del odio. Y quizá del amor.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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