Las que usted tiene
Con pena observo que van desapareciendo de Madrid algunas cafeterías, y mengua también el número de las tiendas de flores. Enviar una docena de rosas, o de claveles, o un centro de mesa, una cesta o una planta de interior será un gesto cada vez más raro en el siglo XXI. Acarrear la bandeja de pasteles o la suntuosa tarta de chantilly ya no entra en el rito dominical del padre de familia. ¡Cuántos trámites ministeriales sé acortaban con cuarto de kilo de bombones de La Pajarita, ofrecido a la eficiente funcionaria! Ni de lejos podía considerarse soborno, y casi nunca era rechazado. Cuando los hombres de negocio catalanes -de nuevo cuño, claro- salían del hotel Palace para dirigirse a la calle de Serrano, esquina a la de Ayala (sede del Ministerio de Comercio), apenas disimulaban la cajita, colgando el hilo dorado del dedo índice.Era el origen de muchas fortunas a cambio de un simple papel que amparaba la bendita licencia de importación; o de exportación, lo demás era el papelito. ¡Cuánto dinero ahorrado en navalones gracias a un escueto surtido de chocolatinas!
Las flores se enviaban a domicilio. Era parte del panorama de Madrid aquel ajetreo de recaderos, mozos y botones transportando ofrendas florales, mayormente destinadas a la desconocida madame, esposa del preboste, a la vedette suspirada, a la secretaria del subsecretario, a la primera, la segunda, la quinta novia, que por la vista y el aroma se conquistaba mucho. Hoy es insólito, por el desmesurado crecimiento de la ciudad y la práctica extinción de aquellos zangIotinos que se despabilaban en la universidad, a corta distancia, que es la calle. Ignoro la explicación de que ahora el transporte de la fragante mercancía se suela realizar en furgonetas cerradas, de inexplicable y fúnebre color negro.
En el Madrid de antes, el gesto de regalar estaba muy extendido. Por Navidad o el santo, se obsequiaba al médico, aunque se hubieran pagado sus servicios; al maestro, en señal de gratitud por el empeño en hacer carrera de los retoños. No eran golosinas o gladiolos: un gallo, un jamón, un pavo, una lata de carne de membrillo, expresión cordial que no ofendía. Se practicaba entre la gente modesta, aquella gente pudibunda y decorosa que tasaba la ofrenda en la intención. No hace tanto -y se ha perdido la memoria- de aquel guardia de la porra que dirigía el tráfico en la plaza de Callao. Los diminutos seiscientos evolucionaban anárquicamente, durante las vísperas pascuales, en tomo al dosel donde se encaramaba para ordenar la incipiente circulación, dejando al pie regalos, víveres, juguetes, el sufragio de los vecinos motorizados. Para ver hoy a un municipal, hay que esperar que vengan Clinton, el Papa o Julio Iglesias.
Entré el otro día en una pastelería de barrio, que vende, sobre todo, los confites crujientes anunciados en televisión, más que los bizcochos, pastas o dulces hechos en sus hornos mortecinos, entrevistos tras una cancela. Quizá encendidos sólo para dorar la masa del pan, que viene congelada, me dicen, desde Taiwan. En otra época, el pan se despachaba en las panaderías. "Nadie regala nada", comenta la dueña, mientras agarra con las pinzas el surtido encomendado. "Mi hijo no quiere seguir aquí". En la sección, correspondiente de unos grandes almacenes, la amable dependienta no había oído hablar de las rosquillas tontas, ni de san Cayetano, y posiblemente se mosqueará cuando le pidan huesos de santo, llegado el momento.
Estamos en el otro extremo del año y ya habíamos notado el ocaso de aquella orgía de felicitaciones: el sereno de esta calle, el chico de la carnicería, el cartero, el barrendero... No hay serenos, ni aprendices. El cartero no pasa del buzón y el barrendero está motorizado.
No sé qué habrá sido de las piperas itinerantes de mi niñez; las que vendían paloduz, altramuces -que también se llaman chochos-, regaliz, castañas pilongas, torraos, alternando con el tráfico de cromos, pero me temo que no lleguen al próximo milenio. "Practique la elegancia social del regalo", eslogan de la factoría de Pepín Fernández o de Ramón Areces. Ya estaba inventado. Era el zumo de la generosidad madrileña, recatada, donante de lo que, podía y tenía. Regalaba hasta la florista que, por un real, condecora el ojal del señorito. Cuando alguien da las gracias, la respuesta es otro regalo: "Las que usted tiene".
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