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Reportaje:

La 'grandeur' se desmorona en África

Francia cede su papel hegemónico a Estados Unidos tras el final de la guerra fría

Enric González

Francia no sabe qué hacer con su África. La descolonización comenzó hace medio siglo, pero París no ha sido capaz ni de irse ni de quedarse. Argelia, Ruanda y lo que hasta hace unos meses se llamó Zaire son sólo tres muestras del horror engendrado por una vieja relación de amor y odio que, desde De Gaulle a Mitterrand, pasando por Giscard, ha obsesionado a los sucesivos presidentes franceses. Jacques Chirac y Lionel Jospin, un presidente gaullista y un jefe de Gobierno socialista, cargan ahora con una herencia envenenada de asumir la ruptura.

En la II Guerra Mundial, el África francesa tuvo mucho protagonismo: las fuerzas de la Francia Libre del general Charles de Gaulle eran, al menos en la primera fase, mayoritariamente negras, y la propia capital de la Francia gaullista se instaló, en 1940, en Brazzaville. Para Francia, el colonialismo no era tanto un instrumento comercial al estilo británico como un instrumento político y cultural. A los niños cameruneses se les hablaba en la escuela de sus "antepasados, los galos". La ruptura iba a ser difícil.

La guerra fría dejó a Francia el campo libre en su África. Washington delegó tácitamente en París la misión de cerrar el paso al comunismo, y los Gobiernos de la IV República hicieron un uso discrecional de esa autonomía. El más destacado ministro de África fue François Mitterrand: "Mi paso [por ese ministerio] fue la experiencia principal de mi vida política y marcó mi evolución posterior", dijo el futuro presidente en 1953. El mismo Mitterrand afirmó: "Sin África, no habrá historia de Francia en el siglo XXI".

Los héroes de la independencia, como el gabonés Léon Mba (que mantuvo La Marsellesa como himno nacional), el senegalés Leopold Senghor (que vive en Francia desde su retirada) o el costamarfileño Félix Houphouet-Boigny (que fue varias veces ministro del Gobierno francés), eran ex diputados de la Asamblea Nacional y mantuvieron siempre un pie en París. Cuando en 1958 papá De Gaulle volvió al poder (a causa de una especialísima crisis africana, la guerra de independencia de Argelia y el golpe de Estado de los generales en la colonia), decidió mantener África al margen de los vaivenes diplomáticos.

Durante los 11 años gaullistas (1958-1969), el general y el llamado Monsieur Afrique, Jacques Foccart, se ocuparon de todo. A través de una moneda común para el grueso del África francófona, el franco CFA (Comunidad Financiera Africana); de una empresa común para los asuntos petroleros, Elf; de una red de contactos personales heredada de los tiempos del África Libre y la Resistencia; de un sistema de sobornos indisimulados, y de una serie de acuerdos de protección militar secretos o confidenciales, el Elíseo mantuvo vivo el espíritu del viejo imperio. Con la bomba atómica y los votos de los africanos en la ONU, Francia convenció al mundo de que era una potencia.

Tras el quinquenio de Georges Pompidou, durante el que el imperio francófono creció con la integración de una antigua colonia belga, Zaire, y de su implacable dictador, Mobutu Sese Seko, Valéry Giscard d'Estaing despidió a Foccart y trató de asumir personalmente la gestión africana. La grotesca coronación del sargento Bokassa como emperador centroafricano, sufragada por París, y el escándalo de los diamantes regalados por el propio Bokassa a su protector, contribuyeron a que en 1981 Giscard fuera derrotado por Mitterrand.

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La incógnita de Mitterrand

Muchos creyeron que el nuevo presidente socialista iba a acabar por fin con el colonialismo encubierto. El nuevo ministro de la Cooperación, Jean-Pierre Cot, tardó apenas unos meses en desengañarse: "Mitterrand tiene una visión literaria de Latinoamérica, y colonial de África", dijo. Cot fue despedido y Mitterrand asumió personalmente, como sus antecesores, la política africana. Para ello creó un grupo de trabajo en el Elíseo, dirigido por su hijo, el periodista Jean-Christophe Mitterrand, rápidamente conocido en todo el continente negro por el sobrenombre de Papamadit (Papá me ha dicho). La protección a los dictadores, la corrupción y el nepotismo se mantuvieron sin cambios. La oposición a Mitterrand no se planteaba alternativas: "No se puede juzgar la democracia de un país por el hecho de que exista o no un sistema multipartidista", declaró en 1990 Jacques Chirac para rechazar las críticas al régimen de Costa de Marfil, que, al igual que el de Gabón, financiaba con generosas aportaciones el partido neogaullista de Chirac.El fin de la guerra fría pilló por sorpresa a Mitterrand. Trató de reaccionar en el ámbito europeo, pero en el africano se mantuvo aferrado a sus convicciones coloniales. París no comprendió el significado de la liberación de Nelson Mandela (1990), que marcó el cambio de era en el continente negro. En ese mismo año, 1990, la ceguera de Mitterrand permitió que empezara a fraguarse una inmensa tragedia. Las fuerzas tutsis del Frente Patriótico Ruandés (FPR) iniciaron desde sus bases ugandesas su hostigamiento al régimen hutu de Kigali, y Tonton sólo quiso ver un aspecto del problema: los tutsis eran -a causa de su exilio- anglófonos, y los hutus eran francófonos. Mitterrand se volcó en favor del régimen hutu, y siguió haciéndolo hasta 1994, en pleno genocidio. Es más, el presidente socialista se negó a aceptar que el exterminio sistemático de cientos de miles de tutsis constituyera un genocidio. Gracias a la Operación Turquesa, Francia disfrazó de humanitarismo la evacuación hacia Zaire de sus aliados y de sus tropas.

La crisis ruandesa coincidió con una crisis monetaria. Francia, cada vez más endeudada, no podía seguir cubriendo los déficit de sus principales peones africanos, y el primer ministro Édouard Balladur tomó, oponiéndose a un Mitterrand muy debilitado por el cáncer, una decisión pragmática. En 1994, el franco CFA fue devaluado en un 50%. La irrupción de la realidad en el mundo cerrado de las relaciones franco-africanas constituyó un choque durísimo.

Mientras París se dejaba ganar por la paranoia, sufría por la comprensible hostilidad hacia Francia del nuevo régimen ruandés, y denunciaba el "avance de Estados Unidos" en el corazón de África, empezó a fraguarse una nueva tragedia, la de Zaire. El avance de los soldados ruandeses y de los rebeldes de Kabila hacia Kinshasa, acompañado por matanzas sistemáticas de refugiados hutus, demostró que la política africana de Francia seguía anclada en otro tiempo. En marzo, el ministro de Exteriores, Hervé de Charette, declaró que el presidente zaireño, Mobutu Sese Seko, era "imprescindible" para resolver la crisis. Unas semanas más tarde, Mobutu desapareció de escena.

Desde entonces, se tambalean los últimos bastiones del imperio. Un país tan francófilo como Malí ha visto cómo sus emigrantes eran apaleados y devueltos al país esposados como delincuentes. Las bases francesas en la República Centroafricana son desmanteladas y se abre la posibilidad de que Bangui se aleje de París.

Aunque Francia promete que sus fuerzas aerotransportadas serán capaces de cumplir todos los compromisos de protección militar, parece claro que no asumirán ya la que fue principal tarea de los legionarios en bases africanas: defender regímenes frente a sus propios ciudadanos. Camerún, que fue país fidelísimo, empieza a distanciarse. Termina una época. Y el dúo Chirac-Jospin, absorbido por el euro, no consigue de momento diseñar una estrategia africana para el siglo XXI. Ese siglo en el que, según Mitterrand, sin África no habría Francia.

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