Ruido y desidia
Lo que asombra no es tanto que se haya producido sino la rapidez con que ha tenido lugar. Apenas han transcurrido dos semanas desde el asesinato del concejal del Partido Popular en Ermua y estamos ya en una situación que parece la antítesis de aquella que pedían los asistentes a las manifestaciones más nutridas que se han producido en España desde la muerte de Franco. Frente al espectáculo de una emoción masiva, contenida y grave, estamos contemplando una algarabía en que el exceso de ruido banaliza hasta reducir a la insignificancia el resultado del multitudinario plebiscito.Un presidente de Alemania dijo no hace mucho tiempo que el político en Europa occidental no pasa de ser un generalista con tan sólo algunos conocimientos acerca de cómo atacar al adversario. En las dos últimas semanas hemos tenido la prueba de que esa actitud también se puede extender a materia tan grave como es el terrorismo. Se ha discutido si durante la transición fue la sensatez de la clase dirigente o la imposición de los sentimientos más profundos de las masas los que consiguieron el milagro de que el rumbo seguido por la política fuera el acertado. De lo que no cabe la menor duda es de que existió una sintonía que ahora parece haberse esfumado. Y eso es muy grave para la democracia porque hoy da la sensación de que la clase política teme esos espontáneos movimientos populares que no puede controlar pero que son los que la revitalizan y dan nueva savia. La marea blanca de protesta en Bélgica testimonia hasta dónde puede llegar el abismo entre clase política y pueblo.
Lo curioso del caso es que en realidad el grado de discrepancia es objetivamente pequeño. Todos estamos de acuerdo en la necesidad de que debe haber mayor eficacia policial, en que los terroristas deben ser aislados y en que en la fase final será necesario algún tipo de acuerdo político. Lo que no tiene sentido es olvidarse de esas coincidencias y abrir un catálogo de discrepancias. Al pacto de Ajuria Enea sólo se llegó trece años después de muerto Franco y hoy corre el peligro de convertirse en un texto de una religión esotérica sometido a la interpretación de profetas desnortados, cuando no de rábulas y leguleyos. Es obvio que a él se llegó por caminos diversos porque, de no ser así, no hubiera sido necesario. Insistir en las divergencias iniciales nos remite a 1987, es decir, a hace diez años. Y así no puede extrañar que quienes lo hacen, acto seguido concluyan o bien acusando a "los de Madrid" de oponerse a cualquier nacionalismo, a pesar de ser democrático, o bien reprochando al PNV dar balones de oxígeno a ETA.
Pero ambas posturas son insensatas: yerran en el diagnóstico y no sirven más que para empeorar el clima ambiental. La situación en Euskadi provoca cansancio, no furores españolistas, y si todos los nacionalistas vascos son, en el fondo, lo mismo -como parecen pensar algunos-, entonces la cuestión resulta por completo irresoluble.
Las palabras de los políticos convierten así los nobles sentimientos colectivos, deseosos de ser encauzados, en ruido confuso. A base de querer cada uno, con absoluta carencia de magnanimidad, individualizar su postura, no llegan a demostrar sino que son todos iguales. Ni siquiera merece la pena individualizar responsabilidades citando nombres pero quien tiene más difícil la explicación de su postura es aquél a quien no le importe alinearse pasivamente con HB o quien esgrima de forma gratuita que una nueva legislación antiterrorista puede poner en peligro las libertades públicas. Quien a la larga saldrá mejor parado es el que practique el consenso más constructivo, el que no tema desaparecer de la primera fila en los momentos de éxito y tampoco figurar en ella en los de fracaso. Me parece que el ministro del Interior lo hace y por eso me han resultado particularmente injustas las críticas de Arzallus.
Poco antes de que estallara la guerra civil, Indalecio Prieto, en un famoso discurso, se quejó con amargura contra aquellos que, desde su propio partido, estimulaban una agitación sin finalidad ulterior inmediata. De aquellos lamentables polvos vinieron no menos penosos Iodos. Con todo este ruido confuso no se está haciendo otra cosa que practicar la pura y simple desidia. Dos periodistas -Gabilondo y Prego- expresaron bien claro el mensaje de la marca popular de pasados días: aislar al terrorismo e ir contra él, con decisión y con el recurso de la ley. Ante su preciso contenido resulta insensato perderse por los vericuetos de la distinción y de la exégesis.
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