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Este Gobierno da miedo

En una de las reuniones que tuvieron a lo largo de la II Guerra Mundial, Roosevelt y Churchill sentaron las bases esenciales de lo que debiera ser la democracia de la posguerra. En su declaración sobre las Cuatro Libertades enumeraron, entre ellas, la liberación del miedo, ese sentimiento que tan a menudo ha nacido alrededor de los aledaños del poder político y que éste, hasta que ha llegado la democracia, ha considerado imprescindible que lo envolviera.Si mañana por la mañana alguien llama a mi puerta a una hora intempestiva, puede ser el famoso lechero de Churchill, un beodo o un idiota, pero no el policía enviado por un poder dictatorial. No hay, pues, motivo para los temores de antaño. Pero, por desgracia, existe otro género de miedo, más sutil y más incordiante, nada provocador de ningún heroísmo y, en general, más prosaico. Ese sentimiento nace de los hábitos del poder político, con olvido de reglas elementales de lo que debiera ser su comportamiento, y, en general, de una afición desmedida a mandar más que a gobernar.

Este Gobierno se dice de centro y, hábilmente interrogado, admite ser de centro-derecha. En realidad es de derecha clásica española con unas gotas de liberalismo y centrismo, con frecuencia poco activas. Quien firma el presente artículo aceptaría gustoso para sí alguna de esas adscripciones, en especial la última. Pero en demasiadas ocasiones -como a muchos otros- el Gobierno le da un cierto miedo.

Ese sentimiento resulta inédito desde 1977. El Gobierno Suárez provocó en un principio sorpresa; en su etapa final, los juicios del ciudadano, al empeorar, oscilaron entre la ira y la pena, pero nunca rozaron el temor. En cuanto a los Gobiernos socialistas, hicieron crecer sentimientos muy diferentes, de los que sólo me atrevo a levantar acta de los míos. Aquello del cambio, doctrina milagrosa que no se sabía bien en qué consistía, respondió a lo que Oakeshott denomina la "política de la fe" y por tanto provoca cataratas de ironía en quienes propendemos a la "política del escepticismo". Alguna anécdota, como el famoso viaje en el Azor, hizo nacer más bien la risa. Y, por descontado, los GAL y la corrupción a muchos. nos abrumaron con el sentimiento de asco. Pero miedo, eso que designamos con esas cinco letras, el autor de estas líneas lo empieza a experimentar ahora.

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Todo obedece a unos hábitos de comportamiento que parecen haberse convertido en norma habitual. La característica principal del poder político en una democracia es su limitación. Nunca, en efecto, debe escribirse con mayúsculas, ni exhibirse bajo palio, ni alardear de él. El poder es, con toda sencillez, "lo que se puede", y eso, en realidad, es bastante poco. Ordenar a bocinazos la realidad existente en los medios de comunicación, por ejemplo, resulta una pura y simple desmesura. Y ello por una razón que resulta bien obvia. La primera y más esencial condición de un liberal consiste en respetar la realidad, aunque no guste. Provoca, en principio, prevención cualquier voluntad de intervención exagerada sobre ella, y más aún aquella que trate de sustituirla por otra nueva, recién inventada.

Al ordenancismo, este Gobierno lo ha venido acompañando de una forma de enfocar la elaboración de las leyes que resulta la contraposición de la que debiera. Las leyes deben ser normas generales dirigidas a obtener el bien común, pero este Gobierno ha inventado algo original, lo que podríamos denominar como la ley retráctil -de auita y pon, según las circunstancias- que vale para una temporada y designa, incluso con, el NIF, a beneficiarios y perjudicados. La ley la vota el Parlamento y no la deben pactar, por libre, otras instancias. Pretender otra cosa ronda la pura extravagancia o la inmoralidad.

Hay otro agravante que se plantea a la hora del debate. Cuando se protesta por la intromisión ordenancista o por la norma con apellidos, se descubre que es un tanto difícil el diálogo con los responsables del poder político. Toda controversia civilizada parte de la realidad de la existencia de una Verdad con mayúscula a la que se quiere llegar. Pero en este caso quien ejerce el poder no pretende ni siquiera la apariencia de decirla. Hace afirmaciones de las que sabe que no son ciertas y es consciente de que no nos las creemos, pero eso no impide que las repita con el mayor desparpajo. De este modo, un debate constructivo resulta imposible.

Y, para concluir, queda aún otra cuestión. En una democracia, la autoridad política no sólo es limitada, sino que también es responsable. En España, como es lógico, no se ha producido la erradicación de la responsabilidad en lo público, pero sí su difuminación por la mezcolanza con lo privado. Una empresa privada sólo es responsable ante sus accionistas por sus resultados económicos. Una empresa recién privatizada cuyo presidente ha sido objeto de nombramiento político ve la responsabilidad de su gestión transferida a Dios y la Historia. Eso debiera, cuando menos, aconsejar prudencia a la hora de tomar decisiones .

Este conjunto de hábitos da un cierto miedo porque revela un estilo de Gobierno. Antes que autoritario o regresivo, habría que calificarlo de insensato por incongruente y porque no mide las consecuencias que pueden producirse a medio y largo plazo sobre la convivencia de los españoles. Si los principios enumerados, aun obvios, forman parte esencial de la mentalidad centrista y quien se atribuye este calificativo hace tan escaso uso de ellos, ¿quién se convertirá en su verdadero patrocinador y defensor? ¿Quién nos asegura que, después de lo que estamos viendo,- no vengan otros que aprieten las tuercas en diferente dirección? El argumento más utilizado por aquellos que se entusiasman por esta forma de comportarse es que otros -los socialistas- actuaron de parecida forma en el pasado. Pero, incluso aceptándolo, eso no lo justificaría en absoluto, del mismo modo que Filesa no convierte en modélicos a Naseiro y Cañellas. España no puede permitirse la traslación de hábitos perversos para la democracia entre los dos grandes partidos que la protagonizan.

En el actual estropicio mediático, cosas muy importantes que no tienen nada que ver con los intereses económicos están siendo puestas en peligro. Ojalá, por tanto, las cosas cambien en poco tiempo.

Javier Tusell es historiador.

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