De ungüentos y otros potingues
La familia Cea, dueña de una botica en Preciados, constituye la estirpe de farmacéuticos más antigua de Madrid
Las recetas de Julio Luis Delgado-Cea, un farmacéutico vallisoletano afincado en Madrid, llegaban a finales del siglo pasado de allende los mares. En Cuba, por ejemplo, los soldados españoles que se batían con los independentistas isleños sabían que una purga cada 8 o 15 días era. un estupendo "medio higiénico y preventivo"; que una píldora de quinina cada dos era el mejor reconstituyente; que, en caso de dolor de cabeza, nada mejor que unas cápsulas de antipirina, y que el salicilato, de bismuto frenaba en seco las diarreas. Para no liarse, portaban este breve recetario impreso en un botiquín individual que el boticario había diseñado para pertrechar al ejército español.Julio abrió hace 130 años la farmacia Cea en la madrileña calle de Preciados, pero no se conformaba con despachar tras el mostrador. Su formación académica francesa le convirtió pronto en un prestigioso diseñador de instrumental médico. De todas sus creaciones, la que más fama alcanzó fue el troussard quirúrgico, un quirófano móvil de fácil traslado que incluía una camilla plegable y que se utilizó con asiduidad hasta 1927. "Hasta entonces, los que tenían dinero nunca iban al hospital. Preferían operarse en casa", explica su nieto Pablo Merodio, la tercera generación de boticarios, que, al pasar el relevo a su hijo, ha convertido a Cea en la saga familiar farmacéutica más antigua de la capital. Apenas media docena de farmacias la superan en años -como la de la reina madre en la calle Mayor-, pero sus propietarios actuales, explica Merodio, nada tienen que ver con los fundadores.
En 1932, Pablo empezó a enredar en la botica. Tenía apenas 12 años y el negocio estaba ya en manos de José, su tío materno. Todos los empleados eran estudiantes de farmacia que dormían en la rebotica hasta ahorrar lo suficiente para montar su propio local. "Entonces no había ninguna ley que marcara distancias mínimas entre farmacias, y por eso en todas las calles mayores había tres o cuatro". En Preciados, sólo una treintena de metros separa a Cea de otro competidor.
Aunque Merodio ya está jubilado, sigue acudiendo a diario a la farmacia y dándose un paseo ritual por ese Preciados al que está ligado desde la infancia. "Ha cambiado tanto", asegura mientras recuerda el ruido de los tranvías y el rosario de comercios que jalonaban la calle, lejana aún la omnipresencia de los grandes almacenes. De aquellos recuerdos, sólo su farmacia mantiene la huella decimonónica. Es un local pequeño con mostrador de madera y mármol, frescos en los techos y viejos anaqueles de madera y espejo. Una diana cazadora, armada con un caliz y un áspid, se encumbra sobre el dintel de la puerta que da acceso a lo que hoy es trastienda y antaño fue rebotica. Allí, antes de la guerra, los médicos del equipo quirúrgico de la cercana calle de Navas de Tolosa aligeraban las discusiones políticas con un intercambio de chistes. Las tertulias de rebotica no han sido sólo leyenda literaria. "Éramos los encargados de proveer los botiquines del equipo quirúrgico de los bomberos y de la calle Imperial, y conocíamos a todos los médicos. Venían a diario a charlar aquí, hasta que poco a poco se fueron muriendo". A principios de los cincuenta, Pablo bajó la rebotica al sótano. Ese día, asegura, su tío lloró. Era el adiós a la farmacia tradicional, a los preparados y las fórmulas, ante el empuje de las patentes y el despliegue de marcas. Desapareció el vino de Condurango para estimular el apetito, los papeles de bismuto para frenar las diarreas, o el famoso e indeseado aceite de hígado de bacalao. "Para que nos lo tomásemos, nos ponían una perra junto a la hucha y una cucharada de aceite. Si lo tragabas, la perra iba a la hucha. Lo malo es que, cuando se llenaba y la abrían, con los ahorros volvían a comprar otro frasco", recuerda divertido Merodio.
Ahora la gente, un poco escamada con tanto fármaco, vuelve a los remedios tradicionales: "Pero sobre todo a la homeopatía, a las hierbas. Yo no confío tanto en eso".
La aspirina sigue siendo la reina de la botica. "Es lo que más se vende", asegura Merodio, un tanto perplejo ante el empuje de la cosmética, que antaño se limitaba al agua de rosas con glicerina para suavizar las manos femeninas. "Empezó Vichy con los lápices de manteca de cacao, y ahora lo está invadiendo todo", afirma. Junto a las cremas, el despliegue de alimentos infantiles. "En mis tiempos sólo teníamos el Matermás, una leche infantil que se hacía en la calle de Cervantes. Más tarde llegó el famoso Pelargón, pe ro en general sólo se utilizaban en casos de intolerancia a la le che materna".
Los anticonceptivos han dado más de un quebradero de cabeza a farmacéuticos y clientes. Al tío de Merodio, un hombre profundamente religioso, los preservativos le crearon problemas de conciencia. "La solución se la dio un sacerdote", indica Merodio. "Le recomendó que los vendiera para prevenir enfermedades y no como anticonceptivos". Otros que tenían serios problemas, pero de vergüenza, eran los caballeros, los únicos que se atrevían a comprarlos. "Entraban sólo cuando veían a un hombre tras el mostrador. Entonces te tiraban de la manga para acercarse a tu oído y en un susurro los pedían. Ahora son las chicas las que los compran, y tienen un dominio afirma con picardía. El último relevo generacional quiere imprimir a la farmacia un aire más funcional. Cuando llegue el momento, Merodio trasladará los últimos vestigios de la vieja botica al sótano, con vertido entonces en un auténtico museo de alquimia.
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