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Tribuna:Relatos de Verano
Tribuna
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Yacaré (2)

Un ciego una pistolaPor LUIS SEPÚLVEDA

APENAS BAJÓ DEL TAXI, Dany Contreras sintió que el frío húmedo de Milán se le metía entre los huesos. Pagó, y subiendo el cuello del abrigo se dirigió hasta la puerta de la villa. No alcanzó a tocar el timbre cuando los dos mastines asomaron sus cabezotas por entre los barrotes de hierro forjado. Contreras retrocedió invadido por una repentina ola de calor.-Angélico, Divino, ¡quietos! -ordenó una voz y los perros obedecieron.

El dueño de semejante autoridad era un sujeto grande cómo un ropero. En una mano sostenía un walkie-talkie y en la otra una escopeta de dos cañones.

-No es saludable llegar sin anunciarse. ¿Qué quiere? -dijo con sus mejores modales.

-Don Carlo Cicearelli me espera.

El ropero preguntó por su nombre, consultó, y enseguida abrió la puerta con un mando a distancia. Contreras dio un par de pasos sintiendo el gruñir receloso de los mastines.

-Sígame y no se aparté de mí indicó el ropero.

Avanzaron por un sendero fianqueado por árboles desnudos. En verano debía ser una bella alameda, supuso Contreras, pero sus consideraciones estéticas fueron interrumpidas al llegar a un amplio campo de césped. En el medio y sentado en su silla de ruedas estaba Carlo Ciccarelli. Cubría sus piernas con una manta escocesa, unas gafas oscuras le tapaban los ojos y en las manos tenía una pistola Walter nueve milímetros.

-No se mueva -ordenó el ropero. Contreras se detuvo, y desde ahí vio cómo un hombre de movimientos enérgicos empezaba a hacer girar la silla de ruedas mientras el inválido se aferraba a la enpuñadura del arma.

De pronto, otro hombre corrió unos veinte pasos y dejó un magnetófono sobre el césped.Enseguida se alejó a la carrera hasta llegar junto al inválido, cuya silla había dejado de girar. Una voz a bajo volumen empezó a escapar del magnetófono. El inválido movió levemente la cabeza, alzó el arma y apretó el gatillo. La voz enmudeció al tiempo que el aparato saltaba en mil pedazos.

-Ahora, sígame de nuevo a ordenar el ropero.

Dany,Contreras estrechó la mano huesuda y fría del inválido, mientras el hombre que lo hiciera girar en la silla guardaba la Walter en un estuche de piel.

-Contreras, chileno, cuarenta y cinco años, ex policía, habla alemán, francés e italiano. Consulté por sus datos al saber que venía. Disculpe, pero un ciego debe tomar sus precauciones -indicó Cicearelli soltándole la mano.

-Tira muy bien pese a la ceguera -comentó Contreras.

-Ya le he dicho que un ciego debe tomar sus precauciones.Venga, le mostraré el lugar donde murió el pobre Vitorio.

Contreras siguió al inválido hasta frente a la puerta de la masión, pero no entraron. El inválido conducía la silla de ruedas con gran seguridad, y bordeando los muros lo llevó hasta la parte trasera. Allí estaba la gran pérgola de aluminio y cristal que a Contreras se le antojó como un estupendo lugar para abrir un restaurante, de lujo.

-¿Le gusta? La diseñó un arquitecto local y es perfecta como pasarela para nuestros productos. Cada año presentamos aquí los nuevos modelos de la firma. Es una verdadera pena lo de Vitorio- indicó, el inválido.

-¿Y usted, qué opina? ¿De qué murió el señor Brunni?

-Fatiga, estrés lo llaman ahora, cansancío. Vitorio trabajaba demasiado. La autopsia confirmará mi opinión, o dirá algo parecido.

-¿Por qué ordenó la autopsia? Se estila que lo haga la fiscalía o quienes están autorizados, como nosotros, por ejemplo.

-Para ahorrar tiempo. Sabía lo del seguro. Entre Vitorio y yo nunca hubo secretos. Ignoro de dónde le salió esa chifladura, pero como no queremos arrojar ninguna sombra sobre el prestigio de la firma, la ordené, en pocas horas sabremos de qué murió mi socio, y así podremos darle cristiana sepultura. Mire, Contreras, ¿ve esa torre?.

Contreras miró siguiendo la dirección que el inválido le indicaba con una mano. A unos cincuenta metros, una alta torre se alzaba como un espectro gris en medio del paisaje invernal. Habían apuntalado la base con vigas de madera, pero aun así se notaba el latente cansancio de las piedras y de la argamasa.

-Ahí se desmoronan más de dos mil años de historia. Primero fue la casa de un mercader, luego templo romano, más tarde iglesia católica, hasta que la bombardearon los aliados. Esa torre es mi orgullo.

El inválido orientaba los cristales oscuros de las gafas hacia las ruinas, y Contreras se preguntó si de verdad era ciego. Sintió deseos de pasar una mano por frente a las gafas, pero la presencia del guardaespaldas le hizo desistir de la idea.

-Nadie puede meter mano en esas ruinas. Sé que arriba todavía hay una campana, pero ahí se quedará hasta que el tiempo decida lo contrario. Esas ruinas son mi orgullo y mi capricho. Nadie debe tocarlas. Un día aparecieron unos cretinos del programa de conservación de monumentos y me ofrecieron ayuda para restaurarla, a mí, a Carlo Ciccarelli. Los mandé a freír espárragos. Esas ruinas son mi orgullo, no puedo verlas, pero tampoco yo puedo verme. Olvidé cómo soy y cómo son esas ruinas, sin embargo sé que ellas y yo nos desmoronamos carcomidos por el tiempo.

-El espejo de su decadencia. No se preocupe, todos somos decadentes -Indicó Contreras.

-Insolente y cruel. Me gusta, Contreras. Bueno, ya sabe que Vitorio murió de muerte natural, así que puede ir preparando las maletas para viajar a Paraguay.

-¿Quién es Manaí? Si entre usted y el difunto no había secretos, supongo que conoce al beneficiario.

-Supone mal. No tengo ni la más remota idea. Y ahora lárguese, los viejos tenemos que dormir muchas horas.

Contreras salió de la villa con un gusto confuso en la boca. Si todo era como aseguraba Ciccarelli, la aseguradora se ahorraría un millón de francos, pero el viejo policía que continuaba habitando entre sus costillas le repetía que todo se daba de manera muy fácil y simple.

Cuando la puerta de barrotes se cerró tras él, Contreras se volvió hasta el ropero de la escopeta y le pidió que llamara un taxi. El hombre por toda respuesta hizo un gesto de fastidio que invitó a ladrar a los mastines.

Unos buenos quinientos metros separaban la entrada de la Villa del primer cruce de caminos. Maldiciendo la humedad que se pegaba al abrigo, Contreras se echó a andar. Encendía un cigarrillo cuando vio el auto que se detenía junto a él.

-¿Señor Contreras?- dijo el gordoque conducía ocupando casi toda la parte delantera. A su lado iba un flaco de barba de tres días.

-Sí, ¿qué quieren? -respondió alarmado.

-Policía -indicó el gordo mostrando su placa.

-Por favor, suba, lo llevaremos a su hotel -Invitó con gentileza el comisario Arpaia.

Dany Contreras se acomodó en la parte trasera, y tras rechazar el toscano ofrecido por el detective Chielli repitió su pregunta.

-Hablar con usted, nada más, y perdone si nuestro español es muy malo -se disculpó el comisario.

-Si se trata de hablar, por mi parte no hay problemas- dijo Contreras.

-¿Qué fue de Jorge Toro? ¡Gran delantero el chileno!- exclamó el detective Chielli.

-¿No puedes olvidar el fútbol? Disculpe a mi colega -volvió a excusarse Arpaia.

-Mea culpa. Es que soy hincha del Módena. ¡Seis años jugó para nosotros! -indicó el entusiasta Chielli.

-Sé bueno y encárgate de conducir lentamente, sin complejo de Fittipaldi -sugirió el comisario.

-Los chilenos tuvieron un piloto de fórmula uno mejor que Fittipaldi, se llamaba Fioravanti. ¿Verdad, señor Contreras?

El comisario Arpaia se llevó las manos a la cabeza buscando un gesto solidario, y Contreras, conmovido, se lo brindó consultando de qué querían hablarle.

-De la autopsia. ¿Por qué su compañía pidió una autopsia tan apresuradamente?

-Nosotros no la pedimos. Fue Carlo Ciccarelli quien lo hizo.

-El médico que la realiza dice lo contrario.

-Vaya. Creo que tendré que hablar con ese médico -Indicó el sorprendido Contreras.

Mientras el detective Chielli insultaba a los conductores, Arpala y Contreras descubrían que sus intereses en el caso eran antagónicos: por fidelidad a la aseguradora, el investigador de seguros deseaba un asesinato, y por evidente comodidad el policía se inclinaba por la muerte natural. Sin embargo, el común olfato de sabuesos les decía que aquel puzzle tenía demasiadas piezas sueltas.

Ya en el centro de Milán, Contreras, pidió que lo dejaran cerca del Duorno, deseaba caminar un poco y meditar antes de visitar al médico.

-Manténgame informado. No olvide que estamos en la misma nave -le recordó Arpaia al despedirse.

-Chile, campeonato mundial de fútbol de mil novecientos sesenta y dos. Su país fue finalista, tercer lugar. La selección chilena marcó diecisiete goles de los cuales once fueron de Jorge Toro -señaló con tono didáctico el deportista Chielli.

Contreras caminó apresurado las diez cuadras que separan el Duorno del Hotel Manín. La humedad de Milán se tornaba cada vez más fría y el gris del cielo parecía presagiar desenlaces hasta el momento no pensados.

Pidió, las llaves en la recepción y junto a la tarjeta magnética le entregaron un sobre cerrado que decidió abrir en el bar, junto a un vaso de Jack Daniels.

La misiva, escrita en una hoja con membrete del hotel era breve, pero aquellos trazos seguros levemente inclinados a la derecha delataban una mano voluntariosa.

"Estoy en su habitación, de tal manera que no se sorprenda al ver a una extraña en sus dominios. Ornella Brunni".

Dany Contreras dobló en cuatro la esquela, la hizo desaparecer en un bolsillo -y se dirigió al ascensor. Iba a entrar a la jaula, cuando el recepcionista le avisó que tenía una llamada.

-Tengo el resultado de la autopsia -dijo el comisario Arpaia.

-Y es deprimente para mí -comentó Contreras.

,-Así es. Paralización súbita de las funciones vitales. Se le conoce también como muerte súbita, pero se da mayormente en los recién nacidos. Fue un placer conocerlo, señor Contreras.

-¿Cuándo será el funeral?

-En pocas horas. Ya está todo dispuesto en el panteón familiar.

-Comisario, ¿no le parece que todo esto marcha muy rápido?

-¿Y qué? Así es la vida moderna. Se vive y se, muere a la velocidad del sonido- dijo Arpaia con un tono de voz que delataba su incredulidad.

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