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Nuestra deuda con Fernando Salmerón

Según se reconoce comúnmente, pocos acontecimientos han contribuido tanto a afianzar las relaciones entre México y España como el exilio de nuestros intelectuales tras la guerra civil del 36. De parte mexicana, la suerte de esos exiliados ayudaba a cobrar conciencia de que el trato de madrastra dispensado por España a sus hijos peninsulares no era necesariamente más benigno que el que un día dispensara a los de sus antiguas colonias. Y en cuanto a los propios españoles que integraban dicho exilio, acabarían haciendo suya una nueva visión de la patria lejana, visión que uno de ellos acertó a expresar soberbiamente al escribir que España era la última colonia que del común pasado imperial quedaba por independizarse de sí misma.Así veía a España desde México, su "patria de destino" en la que nunca se sintió desterrado, sino a lo sumo "transterrado" de su "patria de origen", el exiliado José Gaos, figura destacada dentro del brillante conjunto de filósofos españoles acogidos a la hospitalidad mexicana, del que formaron o forman parte aún los catalanes Eduardo Nicol o Joaquín y Ramón Xirau, el vasco Eugenio Imaz y el andaluz Adolfo Sánchéz Vázquez entre otros, con la inclusión ocasional de Juan David García Bacca o de María Zambrano.

Durante largos años tales nombres, como los del resto de los representantes de nuestro exilio filosófico, fueron prácticamente desconocidos en las facultades de Filosofía de este país, y no digamos fuera de ellas. Por fortuna, hoy la situación, sin haberse normalizado por completo todavía, ha cambiado bastante a través de un proceso en el que oficiaron de hitos la temprana voz de Aranguren reclamando, ya en los años cincuenta, la superación de las divisiones originadas por la guerra en nuestra vida cultural; la aparición en los setenta del libro pionero de José Luis Abellán sobre la aventura de los filósofos españoles en América, y, la creciente proliferación, en las últimas décadas, de monografías destinadas al estudio de su pensamiento. Pero semejante recuperación del exilio filosófico del 36 no habría sido posible de no mediar la benemérita labor desarrollada a lo largo de más de medio siglo por una serie de discípulos de aquellos pensadores al otro lado del Atlántico, una labor tan digna de agradecimiento cuanto generalmente ignorada entre nosotros.

El caso del filósofo mexicano Fernando Salmerón, recientemente fallecido a los 72 años de edad, es ejemplar a este respecto. No fue por cierto el suyo un caso único en la saga de los discípulos transatlánticos del antes mencionado José Gaos, que comprende desde los de una primera hornada generacional, como Leopoldo Zea o Vera Yamuni, a las posteriores generaciones de discípulos de discípulos, pasando por una excepcional generación intermedia en la que, junto a Salmerón, concurren asimismo Luis Villoro o Alejandro Rossi. Como éstos, Salmerón era consciente de la advertencia nietzscheana según la cual "mal honra a su maestro quien no pasa de ser su discípulo". La filosofía mexicana, que no había comenzado precisamente con nuestros exiliados, tenía también que ir más allá del legado de estos últimos, prolongándolo en otras direcciones del pensamiento contemporáneo que las frecuentadas, a muy alto nivel, por la Facultad madrileña de Filosofía de la anteguerra, en la que, con Ortega a la cabeza, enseñó Gaos en compañía de García Morente o de Zubiri. Pero la convicción de la necesidad de abrirse a nuevos horizontes resultaba en Salmerón perfectamente compatible con la de la necesidad de preservar aquel legado, de suerte que los encuentros con los discípulos españoles del Gaos de los años treinta., como los vanos mantenidos con el padre Manuel Mindán que me fue dado presenciar en Madrid, revestían siempre un grato aire de encuentros de familia.

Además, pues, de la atención prestada a su obra más personal -que plasmaría en libros tales como La filosofía y las actitudes morales, Ensayos filosóficos o Enseñanza y filosofia- y de su dedicación a las, tareas docentes e investigadoras que le convertirían en uno de los grandes maestros de la Universidad mexicana, donde le cupo desempeñar las más altas responsabilidades institucionales, Fernando Salmerón halló tiempo para atender y dedicarse a esos otros compromisos familiares, desde su primera publicación, hoy ya un clásico, Las mocedades de Ortega y Gasset, de 1959, a la ingente edición en curso de las Obras completas de Gaos, la mitad de cuyos casi veinte volúmenes han aparecido a su cargo hasta la fecha. Pero Salmerón supo intuir que la mejor herencia de nuestro exilio filosófico era la incitación a constituir una comunidad de filósofos que trascendiera, como aquél lo hizo, las fronteras nacionales hasta abarcar al mundo hispánico en su conjunto, acerca de lo cual escribiría: "La experiencia integradora que los mexicanos vivimos con los transterrados españoles en México, la que hemos vivido en estos años quienes hemos tenido la oportunidad de observar en los colegas de la península el afán de recuperar los frutos que dejaron en América aquellos transterrados, son simplemente hechos que descubren la existencia de una comunidad de intereses intelectuales que está por encima de los límites fronterizos que puedan separarnos. Por supuesto, de una comunidad que se apoya sobre varios siglos de historia y cuyas tradiciones culturales, una de las cuales es la lengua, son en gran medida comunes. De una comunidad que está dispuesta, en fin, a compartir proyectos de futuro". La asistencia de una nutrida representación de todos los países latinoamericanos, incluida esa provincia europea de nuestra América que vendría ahora a ser España, al homenaje que se le tributó en 1995 con motivo de su 70º cumpleaños -compilado por León Olivé y Luis Villoro bajo el título de Filosofía moral, educación e historia (Homenaje a Fernando Salmerón)- servía de testimonio de la constitución de dicha comunidad, entre cuyos proyectos en marcha de futuro se cuentan los numerosos volúmenes editados o por editar de la Enciclopedia iberoamericana de filosofía y la celebración de un próximo congreso, el primero organizado que se sepa con tan vasto alcance, que convocaría a La comunidad filosófica iberoamericana ante el nuevo milenio.

Nadie como Salmerón contribuyó con tanto empeño a inspirar e impulsar tales proyectos, que encajaban a la perfección en su manera de concebir la teoría y la práctica de la filosofía. Los problemas de la filosofía, dada su universalidad, no tienen patria, pero sus planteamientos pueden legítimamente responder a tradiciones filosóficas cuya contextualización coopera a darles vida. Y, en este sentido, tan repudiable sería un nacionalismo que atentase contra la condición cosmopolita de la filosofía cuanto un colonialismo que impusiese la imitación servil de modos, y modas, de filosofar bajo el señuelo de un falso cosmopolitismo (como alguna vez se ha dicho, no sólo el nacionalismo filosófico puede pecar de paleto, sino también el cosmopolitismo degenerar en cosmopaletismo filosófico). Nuestras tradiciones filosóficas, son relativamente jóvenes, si es que no están aún en trance de fraguar, dado que no iba ser cosa de remontarlas a Séneca. Y, para los propósitos de Salmerón, el ejemplo harto más cercano de los filósofos españoles del exilio podía ilustrar cómo una de esas tradiciones cobra inicio.

Pero, por lo demás, Fernando Salmerón no se limitó a teorizar acerca de la comunidad filosófica iberoamericana, sino que se aplicó a practicarla con su proverbial generosidad cuando quiera que tuvo ocasión de hacerlo. En el homenaje más arriba indicado, el filósofo argentino Ernesto Garzón Valdés rememoraba que Salmerón había aliviado las angustias de su primer exilio, hacía más de veinte años, mediante un telegrama que decía: "Vente a México cuando lo desees y ya nos las arreglaremos para que te puedas quedar con nosotros". En la conversación subsiguiente a esa intervención, diversos otros colegas procedentes de distintos países del Cono Sur confesarían haber recibido telegramas similares de Fernando Salmerón en diferentes momentos de sus exilios respectivos, los cuales surtieron el mismo efecto aquietador de sus tribulaciones cuando no les ayudaron, simplemente, a salvar el pellejo.

La casa de Alicia (Licha Grande para los amigos) y Fernando Salmerón en el suburbio de Tlalpan, al sur de la Ciudad de México, tenía abiertas de par en par sus puertas para los filósofos viajeros, lo que la convertía en el obligado y acogedor lugar de los fines de fiesta tras todos los congresos, simposios y reuniones transcurridos en la vecina universidad. Pero en los días de su homenaje un par de años atrás, Fernando me había citado a, solas para contarme, deambulando por las bellas callejas coloniales del centro urbano del municipio, que los médicos acababan de diagnosticarle una leucemia que no parecía haber modo de tratar con visos de éxito; y como yo le preguntara sí los demás amigos allí congregados lo sabían, me respondió con su sobrio y socarrón sentido del humor: "Se lo habré de ir comunicando a cada uno, pero por el momento no me apetecía que vinieran a homenajearme trayendo flores de muerto". Cuando le visité por última vez en su casa de Tlalpan, hace escasamente un mes, Fernando Salmerón se debatía tratando de arañar con serena ansiedad algunos días, acaso horas, entre las transfusiones de sangre de que sobrevivía, para poner en orden, auxiliado por sus hijos (y, en especial, por Lícha Chica), papeles, trabajos, libros propios cuyo remate invariablemente había pospuesto para ocuparse de ordenar, en aras de la amistad, papeles, trabajos y libros de otros.

Por su denodada labor en pro de la que más valoraba de esas amistades, la amistad entre México y España, Salmerón no obtuvo grandes cruces, doctorados honoríficos ni demás reconocimientos al uso. Nuestra deuda para con él no se salda tampoco con "flores de muerto", sino esforzándonos por hacer realidad aquellos comunes "proyectos de futuro" en los que tanta ilusión puso. De esa manera conservaremos vivo en nosotros el recuerdo del buen filósofo y mejor amigo que fue Fernando Salmerón.

Javier Muguerza es catedrático de Filosofía.

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