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El último convicto

Era en 1993. El Festival de San Sebastián le daba su Premio Donostia, ese que reconoce toda una vida de dedicación al celuloide, y él contemplaba todo desde las alturas de su físico prominente, con el gesto de hastío de quien ha visto casi todo en este mundo. Recio, fuerte y casi despectivo, apenas esbozó alguna sonrisa ante la lluvia de aplausos que en cada comparecencia pública le acompañaba. Esa imagen, y sólo esa, era la única posible: la de alguien que las ha visto de todos los colores, que sabe que los oropeles son efímeros y que pocas cosas hay en esta vida que valgan realmente la pena.Desde luego, si contemplamos su filmografía, se diría que el cine era una de esas cosas. Y, sin embargo, Robert Mitchum fue (casi) un esclavo del Hollywood clásico, un poco por sus propios errores juveniles -esa condena por posesión de marihuana que le amargó la vida- y bastante por la explotación a que sometió al ex convicto el negrero de Howard Hughes. Se diría que Mitchum se redimió trabajando: un contrato con la RKO por 10 años le hizo un verdadero estajanovista del cine, casi siempre en películas de segunda fila, en westerns de poca monta, en películas de acción de directores hoy olvidados.

Desde ahí forjó a brazo partido su personaje, duro, coriáceo, un poco lento a la hora indefectible de la acción y no exento de dobleces, de quiebros siniestros: perdido por amor en ese espléndido monumento al cine negro que es Retorno al pasado (1947), de Jacques Tourneur, aventurero sardónico en Macao, un flojo Von Stemberg que salva su sola presencia; anti héroe en Río sin retorno (1954), de Otto Preminger, en la que da una lección de saber estar, nada menos que junto a una Marilyn Monroe que se le rinde, enamorada; pero también horrendo, caricaturesco asesino en La noche del cazador (1955), ese monumento único que dirigió Charles Laughton.

Arquetipo

Nunca se movió demasiado de su arquetipo, al que fue puliendo con paciencia a lo largo de los años y al que supo sacar adelante en las situaciones más curiosas. Por ejemplo, cuando se vio meltido en la piel de un soldado de arrabal obligado a compartir su cotidianidad nada menos que con una monja, y en una isla perdida del Pacífico, como en Sólo el cielo lo sabe (1957), de Huston; como sádico asesino en busca de venganza en El cabo del terror (1962), sin duda el mejor J. Lee Thompson. Los años le fueron haciendo más sabio, tanto como para que su sola presencia fuese salvaguarda y a veces única confirmación del interés de una película. Ahí están, para confirmarlo filmes como La hija de Ryan (1970), de David Lean; Yakuza (1975) o el díptico en que encarnó al gran detective Philip Marlowe, Adiós, muñeca (1975) y Detective privado (1977, según El sueño eterno), películas olvidables si no fuera por su presencia. Todavía se le vio breve mente en películas más que estimables, por ejemplo, Los amantes de María (1985), de Andréi Konchalovski, y más aún en su último papel, Dead man (1995), en la que Jim Jarmush lo homenajea haciéndolo siniestro, todopoderoso, potentado justiciero, un papel a la medida de su irrepetible, rotundo, admirable talento.

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