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De Stashkov a Nin

Antonio Elorza

Nadie hubiera podido suponer que Roman Stashkov estaba a punto de ingresar en la historia cuando en una tarde de noviembre de 1917 se dirigía a la estación en San Petersburgo. Pero León Trotski había pensado impresionar a los alemanes en la negociación de Brest Litovski, incorporando a su delegación a supuestos portavoces de todos los grupos sociales revolucionarios -obreros, soldados, marinos- para así subrayar la representatividad del gobierno soviético. De pronto alguien se dio cuenta de que faltaba un campesino. Y la barba y la vestimenta indicaban que Stashkov lo era. Así que fue inmediatamente requisado en calidad de ministro plenipotenciario del campesinado en la mesa de paz. Por lo menos, durante unos días bebió y comió hasta hartarse. Luego se pierde su rastro, según nos cuenta Orlando Figes en su reciente crónica de la revolución.El efecto Stashkov estaba destinado a tener numerosas reediciones en la historia del comunismo. Precisamente la ausencia de una legitimación democrática, unida a la pretensión de ser los conductores natos de la clase universal, hará que los partidos comunistas intenten una y otra vez aparecer en público rodeados de personalidades y organizaciones carentes de todo apoyó social, pero que en su discurso cubren el déficit de representatividad real del propio movimiento. Cuanto mayor es el grado de aislamiento que determina la estrategia comunista de clase contra clase a comienzos de los 30, más intensa es la búsqueda de acompañantes fantoche cuya ventaja es que son de usar y tirar según las conveniencias de la propaganda. Entre nosotros, el frente antifascista de 19,33 sería un buen ejemplo de esa recolección de enanos en torno al PCE mientras se mantiene el tratamiento de socialfascistas hacia quienes podían de verdad constituirse en aliados para aquel fin. Después de 1945, el falso pluralismo de las democracias populares tendrá también por sustento un coro de partidos marionetas -socialdemócratas, agrarios- que encubren la supresión de sus correspondientes reales. La tentación de reproducir ese montaje alcanza hasta fecha reciente. Se encuentra en la Junta Democrática de Carrillo, con sus carlistas, García Trevijano o Calvo Serer, máscara del fracaso en una política de concentración amplia contra Franco. Y llega a la realidad actual de una Izquierda Unida en que supuestos representantes de la socialdemocracia, el republicanismo, la ecología e izquierda alternativa legitiman el predominio indiscutible del partido-vanguardia. La fórmula tiene la virtud de facilitar el autoengaño y de cargar el propio fracaso sobre la cohorte de enemigos del pueblo, interos y del exterior, por contraste con las estrategias de alianzas plurales que caracterizaron a las fases expansivas del comunismo, y del conjunto de la izquierda, en nuestro siglo. El viraje de los frentes populares en vísperas del 36 fue la primera prueba de lo que cabía esperar de una vocación de convergencia, fundada en el pluralismo de corrientes y de bases sociales de la izquierda. Más tarde, la experiencia política del comunismo italiano mostró que el cambio real, la huida de la concepción estaliniana, exigía una renuncia al monolitismo interno, con el reconocimiento de facto de una pluralidad de corrientes que debatían de forma permanente, en un espectro que iba de Amendola a Ingrao, la estrategia política del partido. Y la de la izquierda francesa hizo ver que actuar incluso por separado era posible si el impulso de fondo unitario se mantenía de cara a los momentos decisivos.

Claro que todo esto es complicado y siempre resulta más fácil acogerse al determinismo histórico que sirvió antaño para tapar fracaso tras fracaso, y en ocasiones crimen tras crimen. Además, en estos tiempos de nefasta recuperación del reformismo, en Francia, Italia o el Reino Unido, siempre cabe volver al buen tiempo pasado de los líderes infalibles, las revoluciones pendientes, la caza del chivo expiatorio y la culpa cargada sobre los agentes de la burguesía. Nada mejor para una celebración en regla del 60 aniversario de los grandes procesos de Moscú y de la detención y asesinato de Andrés Nin, en junio-julio de 1937, que tan bien emborronó la política comunista durante la guerra civil. Unos cuantos ira¡dores bien eliminados, y bien calumniados previamente, son la mejor garantía para este ingreso en el túnel del tiempo, en un auténtico viaje político a ninguna parte.

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