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¿Y nuestras izquierdas?

El portavoz del Gobierno repite las tácticas del vicepresidente Alvarez Cascos: primero, negar con rotundidad las acusaciones de juego sucio; luego, cuando se han hecho evidentes y la mentira es notoria, refugiarse en la ambigüedad o minimizarlas. Con esa sonrisa crasa que no nace de la complicidad humorística con el público, sino de la seguridad que presta el poder en bruto, el portavoz del Gobierno parece suponer que, cuando se pulsan los apremios adecuados y se tienen buenas agarraderas, la persuasión es una redundancia. Por eso, valido de los apoyos mediáticos y políticos que han hecho posible este Gobierno, Miguel Angel Rodríguez sabe que no necesita ser ningún Demóstenes, que puede decirnos tranquilamente lo primero que se le ocurra y, además, sonreír. Cuando Iñaki Gabilondo le insta a negar que hubiese amenazado al director de Antena 3, el portavoz sufre un ataque de pudor que le impide "desvelar conversaciones privadas". Cuando se le hace ver que en esta parte del mundo intimidar a la prensa desde el poder ejecutivo y amenazarla con la cárcel es algo que no está bien visto y que incluso causa mal efecto alega en su favor el tono coloquial y el talante confianzudo que rige sus relaciones con los periodistas amenazados. Vamos, que donde hay confianza no es que dé asco, es que da miedo.Por desgracia, la grosería institucional de que hace gala este Gobierno sólo es un pequeño detalle, el minúsculo primor ornamental de un decorado mucho más, vasto. La disminución del gasto social, la discriminación en favor de la enseñanza privada y el intento de convertir la pública en un depósito de adolescentes sin perspectivas no pueden sorprendemos en un Gobierno de derechas; al fin y al cabo, se trata, por decirlo así, de su patrimonio ideológico. Pero lo que muy pocos podrían sospechar es que cuando el señor Aznar hablaba de una "nueva transición" en la democracia española se trataba de lo que estamos viendo en los últimos meses: el hostigamiento a la oposición desde el poder por todos los medios, incluso los legales, con el fin de gobernar en el más absoluto silencio. Una vez más, la presunción de que la derecha se interesa por la libertad y la izquierda por la igualdad es un tópico que en España no se cumple. Todo Gobierno sensato, por mucho que odie a la oposición, comprende que sin ella tendría tan poca credibilidad liberal como un ministerio de los de Isabel II. Si el actual Gobierno no lo advierte, quizá se deba a la misma nostalgia rancia que le ha llevado a bautizar con el nombre de Fomento al Ministerio de Obras Públicas o quizá a los oscuros compromisos que contrajo con quienes le auparon; y, de ser cierto esto último, ya no es que tengamos un Gobierno de derechas, es que tendríamos un Gobierno hipotecado por ultras que ejercen el poder o importantes parcelas de él por persona interpuesta.

Todo esto ocurre en un país donde la izquierda sociológica, lejos de desaparecer, ha sumado 12 millones de votos en las últimas elecciones. Para entender lo que nos está pasando en España conviene analizar ID que le ha sucedido a la izquierda política, a aquellos partidos cuya función es dar salida a las demandas políticas de los ciudadanos que nos identificamos con la izquierda. Porque lo que hace el Gobierno con total impunidad y desparpajo no se entiende sin una izquierda inerme; esa zafiedad subrayada por la chulería de las sonrisas tiene todo el aire de ser "fuerte lanzada a moro muerto", con la paradoja añadida de que mientras Anguita jalea el ensañamiento, un señor de derechas llamado Pujol lo impide. Aunque en este caso sería mejor decir fuerte lanzada a moro suicidado. Mientras la derecha, que se. dice centrista, aglutina en su panza y digiere con provecho hasta las tendencias más cavernícolas sin que parezca hacerles ascos, las izquierdas son mucho más remilgadas. Las izquierdas no sólo han sido incapaces de actuar conjuntamente o de absorberse; no; además, mientras guerreaban entre sí e intentaban hacerse todo el daño posible, cada una de ellas ha procurado también autoaniquilarse. Los unos, desde el poder y la corrupción; los otros, desde el más estéril y narcisista de los aislamientos.

Algunos socialistas pensaron sin duda que, estando en juego el Estado social redistributivo del que eran garantes, no nos íbamos a enfadar con ellos por unos milloncejos que se extraviasen; la corrupción debió parecerles una bagatela, una propina a cambio de mantener el Estado social, con lo que convertían a las clases menos favorecidas en verdaderos rehenes de una política corrupta. La campaña mediática y la manipulación informativa de la derecha que se obstinó en ver sólo a los corruptos de izquierda contribuyó, por otra parte, al relativo fracaso electoral de Felipe González y al mediocre éxito de Aznar. Una vez en la oposición, ¿qué hace el partido socialista? Se defiende, lo cual me parece muy bien, puesto que la marrullería y el carácter antidemocrático de la ofensiva gubernamental ponen en peligro las libertades de todos. Pero, ocupado- como está en su propia defensa, hay dos cosas que no hace. No hace una oposición parlamentaria que, más allá de sus propios intereses de partido, asuma los intereses de los ciudadanos de izquierda. Es más, su líder, despechado por el desaire electoral, considerando que no nos merecemos tan egregio estadista, no se digna pisar el Parlamento. En cuanto a la necesidad urgente de una renovación purificadora dentro del partido, de momento no parece que nuestros socialistas estén por la labor; a lo sumo han pensado que se puede hacer el gasto arrojando por la borda a Alfonso Guerra.

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¿Qué hace entre tanto la otra izquierda? Tras un pasado muy honroso como única oposición tangible a la dictadura franquista, la "izquierda del sorpasso" se ha dedicado a dilapidar su capital político. En lugar de adaptarse a la democracia por la que tanto luchó, en lugar de asimilar el fracaso del socialismo real y de la economía planificada, en lugar de transformar su programa, si realmente quería sustituir al partido socialista o competir con él en condiciones de igualdad, en lugar de responder a las necesidades urgentes del mundo real, se ha escapado del tiempo y se ha convertido en sí mismo en un museo de cera (por ejemplo, cuando Anguita habla del rey Juan Carlos y de "su entrometimiento en política" es transparente que está pensando en Alfonso XIII; quizá piense también del actual Gobierno que "cuanto peor, mejor" o que "acentuar las contradicciones de clase" nos acerca más a la revolución; esta hipótesis tendría la ventaja de explicar su connivencia con la derecha antiliberal, pues no otra cosa son los "apuntadores" del Gobierno). Su programa político parece haber sido elaborado respetando esta cláusula secreta: un programa que permite gobernar -es decir, que permite persuadir a la mayoría-, sólo puede ser deleznable. Pero si el programa desdeña las prosaicas labores de gobierno, si la escasa confianza en la viabilidad de las propias propuestas es tan grande que ni siquiera se Intenta gobernar o influir en el Gobierno, ¿qué se puede hacer? En Izquierda Unida se puede hacer, y se hace, todo lo posible para que gobierne la derecha. Pues, si el poder no está a su alcance, al menos pueden vedárselo a los socialistas. Y esto es algo que, desde las alcaldías hasta los ministerios, pasando por los Gobiernos autónomos, debe producirles honda satisfacción. A un mortal que era tuerto, Zeus le prometió: "Dime lo que quieres para ti, que a tu enemigo le daré el doble"; la contestación fue inmediata: "¡Arráncame el ojo!".

Puede decirse que la España de izquierdas está decepcionada de sus partidos y políticamente desamparada tanto por los socialistas como por los comunistas. A los unos les ha matado el poder; a los otros, la imposibilidad de alcanzarlo. Mientras los socialistas se han autodestruido en sus propios despachos, los comunistas, hastiados del mundo, como la zorra se hastiaba de las uvas, se consumen en la estéril penitencia del desierto. Entre tanto, más de la mitad de los españoles estamos políticamente huérfanos. Sería bueno que, mientras nuestra izquierda más mundana se purifica, la otra vaya pensando en abandonar la apartada Tebaida o en bajar de la columna penitencial en que se ha recluido sin que nadie se lo pidiera, pues en España existe una ciudadanía de izquierdas que no pide penitencia, sino gobierno.

Sería muy bueno que pudiéramos votar a cualquiera de las dos izquierdas sin tener que sonrojarnos por su avidez o por su torpeza. ¡Háganlo por esos 12 millones! Aunque sólo sea para que no tengamos que soportar el resto de nuestras vidas la abominable presencia de un portavoz al que, cada vez que miente, le crecen los forúnculos como a Pinocho le crecía la nariz.

Juan Olabarría Agra es profesor titular de Historia del Pensamiento Político Político en la Universidad del País Vasco.

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